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La capilla y el centro de rehabilitación de drogodependientes de la Isla de Pedrosa. / MIGUEL DE LAS CUEVAS
Lo que callan las ruinas de la Isla de Pedrosa
CANTABRIA

Lo que callan las ruinas de la Isla de Pedrosa

Edificios decimonónicos se resisten a sucumbir bajo la maleza y salpican un paisaje que cuenta historias de la guerra de Cuba, de cuarentenas, de amantes en los eucaliptales...

MARIÑA ÁLVAREZ

Miércoles, 6 de febrero 2008, 01:47

Pasear por la Isla de Pedrosa (Pontejos, Marina de Cudeyo) en una mañana soleada como la de ayer permite disfrutar del fantasmagórico parque temático en todo su esplendor. Mientras la luz se filtra por las copas de pinos, palmeras y eucaliptos -dicen que son de los primeros plantados en Cantabria-, los caminos conducen a edificios decimonónicos en ruinas que salpican un paraje, de 190.000 metros cuadrados, enmarcado por la bahía de Santander.

Desde el lazareto creado en 1835 para que los marineros heridos en Cuba pasaran la cuarentena, pasando por el sanatorio especializado en enfermedades óseas tuberculosas, hasta el cierre definitivo de las instalaciones hospitalarias en 1989, la historia de la Isla de Pedrosa (también llamada Isla de La Astilla) sigue viva gracias a las piedras que han resistido el paso del tiempo a pesar de los carteles que advierten del 'Peligro de ruina, no pasar'.

Lo que queda en pie

Y en medio de tal escenario, funciona a pleno rendimiento el centro de rehabilitación de drogodependientes que gestiona la Fundación Cántabra para la Inserción Social, con una treintena de internos y un completo equipo terapéutico que ocupan el antiguo hospital 'Infanta Beatriz'.

En la vieja casa del administrador, en tiempos de Manuel Quintanal, hoy viven unos ocho chavales en el centro de reinserción del menor, tutelados, en este caso, por la Fundación Cruz de los Ángeles. Y más allá, la empresa 'Empredinser', especializada en catering social, completa el trío de edificios supervivientes al abandono y el olvido. La capilla, completamente restaurada, da la bienvenida a los visitantes con cartelería del Gobierno regional en vez de retablos, y mobiliario más apropiado para charlas y cursos que para sermones «como los que daba don Gaspar», recuerda Jesús P. del Río, natural de Pontejos, ferviente defensor de la isla y colaborador de El Diario Montañés.

Continuando la senda hacia el viejo embarcadero, permanece la estructura de la antigua casa del director, frente a una estatua en memoria de Manuel Martín Salazar. De frente, y al fondo, las cuatro paredes del hospital femenino y el busto del doctor Víctor Meana, que «en los años cincuenta venía dos días y operaba a treinta», cuenta Del Río.

Los pasos se terminan en el embarcadero -lo que queda de él-, donde un bello cine-teatro cubierto de maleza retrotrae a la época de las películas de romanos. Nos dejamos a un lado las lagunas de agua estancada, -antes funcionaba un sistema de compuertas para permitir la entrada del agua del mar cuando subía la marea-, otras edificaciones menores que sucumbieron a la maleza, y otras cuantas que se resisten a desaparecer, como las antiguas cuadras que abastecían de carne al complejo hospitalario.

Mención aparte merece el monte de La Picota, en la entrada del recinto, donde permanece el viejo pabellón 'María Luisa Pelayo', inaugurado por Alfonso XIII en 1928, que en sus tiempos albergaba a pacientes de 'larga enfermedad'. Algunos de los viejos eucaliptos fueron talados ni siquiera se salvó el 'Pino del amor'. En su memoria, un enorme tocón que poco recuerda a las apasionadas citas de las parejas de Pontejos. «¿Vamos al pino del amor? Hoy no, está ocupado», cuenta Del Río que era lo más frecuente en tiempos en los que no había fantasmas por allí.

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