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PEDRO TORRES BELDARRAIN
Miércoles, 20 de agosto 2008, 04:24
Permítanme que comience estas líneas recordando algunas de las materias en las que la Comunidad Autónoma de Cantabria tiene, de acuerdo con su Estatuto, amplias competencias: educación, sanidad, carreteras, ordenación del territorio y del litoral, urbanismo y vivienda, obras públicas, ganadería e industrias agroalimentarias, pesca en aguas interiores, planificación de la actividad económica, patrimonio histórico y monumental, defensa de los consumidores y usuarios ¿les parecen asuntos de poca monta? Pues bien, lo anterior es sólo una muestra de las tareas que el Gobierno de Cantabria tiene la responsabilidad de afrontar y resolver, de las cuales está obligado por tanto a rendir cuentas a los ciudadanos.
La prudencia suele aconsejarnos no aceptar más compromisos de los que podamos asumir razonablemente. No es suficiente tener muchas ganas de hacer algo, sino que hay que contar con los recursos necesarios para afrontar el reto con garantía de éxito. Pero el Gobierno de Cantabria puede con esto y con más, al menos así lo piensan los partidos que lo sustentan.
No contentos con la tarea de garantizar a más de millón de cántabros puestos escolares bien equipados, camas hospitalarias suficientes, seguridad jurídica para quienes se aventuran a adquirir una vivienda previo pago de todo tipo de impuestos y tasas, servicios veterinarios eficientes, ríos limpios, monumentos bien conservados, carreteras seguras no contentos con esta tarea, digo, quieren más.
Los afectados por las sentencias de derribo, por la lengua azul, por los vertidos en el Besaya, por las listas de espera en los hospitales, los que no terminan de creerse que tengamos las mejores carreteras o las escuelas mejor equipadas de Europa, no porque hayan viajado mucho -ellos no se benefician de dietas- sino porque no son unos ingenuos, los que querrían ver en el Palacio de Riva-Herrera algo más que unas piedras indescifrables que vayan a protestar a otra parte: a su ayuntamiento, al ministerio del ramo, a la Guardia Civil, a Estrasburgo, ¿qué sé yo!, pero que no les agüen la fiesta. Nuestros consejeros quieren más, ocuparse de asuntos de más enjundia: del Museo de Altamira -los demás ya son inmejorables-, del Puerto de Santander, del Aeropuerto de asuntos de Estado. Y es que si uno no puede ser rey o ministro y tiene que conformarse con ser consejero, bueno es arrimar el ascua a la sardina y aparejarse al alcance de la mano un pequeño virreinato que colme sus ambiciones.
¿Y quién paga todo esto? Ahora estamos viendo lo difícil que es poner de acuerdo a los comensales. Algunos de los afectados pagan lo suyo, educadamente: tienen, por derecho histórico, privilegios fiscales. El resto tienen que pagar a escote y discuten si pagará más el que trasegó más vino o el que engulló más postre.
Y es que los ingresos con los que se financian estas políticas son en gran parte recaudados todavía por la Administración del Estado, que debe revertir a las comunidades autónomas una parte cada vez mayor de los mismos. Pero recaudar no ha sido nunca popular y está bien que de eso se ocupen en Madrid.
Algún día tendremos que echar cuentas con sosiego y responder un par de preguntas muy concretas. La primera: si medimos la eficacia de las políticas por la calidad del servicio prestado a los ciudadanos, ¿podemos asegurar a los contribuyentes que más autogobierno es siempre sinónimo de mejor -más eficiente- gobierno? Y que no se me responda que aquí no se juega sólo la carta de la eficiencia, que está en juego la identidad de un pueblo. Miren, yo sé quién soy, como dijo el Quijote, y no necesito que me lo expliquen los políticos. La política está para otra cosa: pago unos impuestos y quiero que me presten unos servicios, cumplo con mis deberes ciudadanos escrupulosamente y quiero que la administración, la que sea -estatal, autonómica, local- haga lo propio y garantice mis derechos.
Hay una segunda pregunta, o una segunda manera de plantear la misma pregunta: ¿no sería más sensato gestionar ciertos recursos y servicios públicos desde instituciones estatales comunes?
Voy a poner un ejemplo. He citado al comienzo, entre las competencias propias de las comunidades autónomas, la pesca en aguas interiores, es decir, la que se desarrolla en aguas próximas a la costa, para entendernos. Un señor me comentaba indignado hace unos días que cuando leyó en la prensa la noticia de que el Gobierno vasco prohíbe a los barcos cántabros faenar en sus aguas, le vinieron a la memoria aquellas otras en las que se informaba de que una patrullera francesa o marroquí había apresado a barcos españoles por pescar en aguas de su jurisdicción.
Y, en efecto, la situación tiene alguna analogía. Según la Constitución y los Estatutos, las comunidades autónomas son competentes para autorizar la pesca en sus aguas interiores. Nos guste o no, el Gobierno vasco ha ejercido un poder del que legítimamente puede disponer, lo mismo que podría ejercerlo el Gobierno de Cantabria si quisiera.
¿Parece sensato que un recurso como la pesca en el mar esté a merced de legislaciones y autoridades autonómicas diferentes? Quizás algún experto pueda explicarnos las ventajas, para nosotros desconocidas, de este régimen jurídico. Lo que por otra parte sí sabemos es que en la Unión Europea, los Estados miembros comparten criterios en materia de pesca y es la propia U.E. la que firma los acuerdos pesqueros con terceros países en nombre de los estados.
Me preguntaba hace unas semanas si realmente es tan urgente la reforma del Estatuto. No he leído en ninguna parte (y soy un lector concienzudo de periódicos) argumentos serios más allá de frases vagas como: «no podemos quedarnos atrás», o «el Estatuto es la clave del desarrollo de Cantabria para los próximos años». Así que volveré a preguntar, poniéndome en el lugar de un ciudadano inquieto cualquiera que quiere saber lo que piensan sus gobernantes: ¿qué es lo que se quiere cambiar? y ¿por qué?.
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