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ALVARO MACHÍN
Sábado, 18 de abril 2009, 14:58
Cuando hay cocido se sabe desde el portal. Plato único, aunque siempre se añade un 'cazuco' más. Y al acabar, después de que el pan haga su trabajo empapado de sabores, nadie alberga duda: mañana, misma hora, mismo sitio. Porque en Cantabria todos saben que el cocido está más rico al día siguiente. La alubia, con sus mil matices, forma parte de la historia de la supervivencia y del placer. Un producto sin márketing que pasa de las modas. Un clásico en forma de riñón. Fue conocida durante años como la carne de los pobres. Nadie dio tanto en tan poco. Y es que se trata de la legumbre con mayor sustancia nutritiva en menor volumen. Ricas en fibra, folatos, potasio, hierro y, por supuesto, hidratos. Y tienen truco ya que, si bien la calidad de sus proteínas es menor que la de procedencia animal, combinada con cereales como el arroz, dan lugar a un aporte tan completo o más que el de sus primos cárnicos. De ahí su matiz superviviente para un pueblo llano que encontró en ellas una alternativa alimenticia durante siglos.
Tal vez por eso, en ocasiones, se ha tratado a la alubia con cierta dejadez y hasta con desprecio. Porque la alubia no tiene glamour. Ni falta que le hace. Combina con casi todo en la cocina, se deja acompañar mejor que nadie y se disfraza de colores, formas y tamaños variados. Roja, blanca, pinta, negra... 'United Colors', como ideó Toscani en su famosa campaña para Benetton.
¿Y en Cantabria? Aquí hay. Claro que hay. Hasta la historia de su nombre tiene algo de entrañable: Carico montañés. Allá por el XVII, los belgas construían sus cañones por la zona de La Cavada. Las típicas tiendas de la época vendían un poco de todo y hasta daban de comer. El menú, eso sí, no variaba mucho y el plato de alubias estaba casi cada día sobre la mesa. Los belgas, en francés, decían una y otra vez 'haricots' (la traducción de alubia). La señora que atendía el establecimiento lo adaptó a su manera. «¿Qué hay de comer?», preguntaban los comensales. «Caricos», respondía ella imitando el sonido de lo que les ecuchaba decir. Y así se quedó. Los alrededores de Solares (donde abastecen a varios restaurantes de la zona), la zona de Gama, Isla, Ampuero, Liendo o Guriezo o el entorno de Cabezón de la Sal y San Vicente son áreas de producción de esta alubia montañesa, peculiar y totalmente autóctona.
Dicen los expertos que es muy equilibrada en hidratos y grasas, rica en proteínas (un 24-25% frente al 20% de media habitual) y que contiene todos los aminoácidos esenciales. Por eso, el carico es capaz de cuajar por sí solo (con aceite de oliva y un poco de ajo) platos muy redondos. De piel muy fina, es de color burdeos, con un embrión (ombligo) blanco. Una alubia roja muy cotizada.
Y tiene familia en el norte. Las alubias señeras de la cornisa bañada por el Cantábrico son, junto al carico, la Fabe asturiana, la veteada en rojo y blanco de Gernika y la negra de Tolosa. «Las que nos han quitado el hambre toda la vida», dice Mariano Gutiérrez Claramunt, autor de un amplio trabajo sobre la producción cántabra.
Teorías hay muchas. Que si la familia romana de Los Fabios, que si Herodoto escribió que los sacerdotes no deberían ni mirarlas, que Pitágoras las prohibió entre sus seguidores... En Roma se llegó a decir que las semillas eran la sustancia que contenía la parte más importante de las almas. Hasta les atribuyen el poder de la suerte. Sin embargo, supersticiones e hipótesis aparte, la idea más extendida es que la alubia que se consume en la actualidad llegó a la península tras el descubrimiento de América, en un caso similar al de la patata o el tomate. Tal vez por ese carácter viajero (China es hoy uno de los grandes productores) se han ganado nombres diversos: judías, habichuelas, fríjoles, porotos... Nombres variados, colores distintos, formas y texturas diferentes. Y también recetas plurales. Absorben como nadie el sabor de los ingredientes que las acompañan, por lo que son ideales para guisos y potajes. Pero también en ensalada, como guarnición, en puré... Los ingleses hasta las desayunan con una especie de tomate (las famosas beans).
Y claro, al hablar de recetas, no se puede dejar de mencionar al cocido montañés. Al 'cociduco' de abuelas y de nietos. Porque la tradición marca que la fórmula mágica debe pasar de generación en generación. Cada familia tiene su estilo y su secreto y son miles los que cada fin de semana -sobre todo en invierno- invaden Cabuérniga, Ucieda o los alrededores de Cabezón de la Sal, entre otros lugares, para agarrar sin prisa la cuchara. Alubia, berza (importantísimo), los productos de la matanza del cerdo... Un plato de subsistencia para vencer los rigores del frío en el pueblo del mar y la montaña. Un manjar que no requiere sofisticaciones. Poco se puede añadir. Si acaso, recordar ponerlas en remojo la noche anterior en agua fría. Que mejor comerlas a mediodía que por la noche. Que conservadas en un tarro de cristal hermético descansan mejor. Y un detalle final. A aquellos de flatulencia fácil, les ayudará el saber que el comino, el hinojo o el anís añadidos a la cocción, reduce sus efectos. Bueno, a ellos... Y a todos los demás.
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