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FERNANDO PESCADOR
Sábado, 2 de mayo 2009, 02:26
Era un agente de seguridad en paro que no podía pagar el alquiler del piso en el que vivía. Karst T. (la policía no ha divulgado su identidad completa), el hombre de 38 años que condujo su vehículo utilitario a través de la multitud contra el autobús en el que viajaba la familia real holandesa anteayer, en Apeldoorn, vivía una de tantas historias tristes de la crisis económica actual; un drama que se habría diluido normalmente con la propia crisis dentro de unos meses, si no antes, pero quien lo protagonizaba decidió, nadie sabe por qué, romper la secuencia de los acontecimientos previstos y salir abruptamente del anonimato.
Y lo hizo por el peor camino posible: matando y terminando por morir él mismo porque Karst T. falleció en la madrugada de ayer, de resultas de las heridas sufridas en su violenta cabalgada motorizada contra el símbolo del poder en Holanda: la Reina Beatriz.
El balance final de tan dramático como ridículo intento de magnicidio asciende a 7 fallecidos, (los 5 del jueves, más un policía y el responsable de los acontecimientos, ambos dos muertos ayer) y 10 heridos de los que 8 permanecían todavía este viernes en el hospital. Dos se encuentran en estado crítico.
En Huissen, el pueblo en el que vivía, los vecinos le describen como un soltero simpático y tranquilo, aunque alto tímido e introvertido. Desde luego, nadie que hubiera llamado la atención de las autoridades sanitarias o policiales del lugar, como, efectivamente, no había sido el caso. El propietario del apartamento en el que vivía alquilado declaraba ayer a un periódico local que Karst T. le dijo recientemente que había sido despedido y que iba a tener que abandonar el apartamento, porque no podía hacer frente al alquiler de 580 euros.
Es obvio que a Karst T. se le -por así decirlo- cruzaron los cables. No hay indicaciones de cuándo, ni tampoco antecedentes psiquiátricos que dibujen una línea coherente entre la normalidad y la sinrazón. El caso, si no median otras revelaciones, quedará para la historia de la ciencia siquiátrica como otro más de los misterios del cerebro.
Pero sus consecuencias van a dejarse sentir por mucho tiempo. Ayer, prácticamente toda la prensa holandesa daba por hecho que los hábitos de la familia real van a tener que cambiar. Hasta hace bien poco, a la Reina Beatriz (71 años), se la podía ver en bici por la calle, lo que da una cierta idea del sentimiento de proximidad que la Casa de Orange fomenta para con los ciudadanos de su reino. Se trata de una proximidad similar a la que permite la corona danesa, bien distinta de la hierática lejanía de los Windsor.
El de anteayer fue el primer ataque contra la familia real holandesa desde el asesinato el Delft del fundador de la dinastía, Guillermo de Orange, en 1584, en plena ofensiva de los Tercios españoles, cuando Farnesio se quedó con Bruselas, Malinas y Amberes. Y, naturalmente, Apeldoorn va a marcar también un antes y un después.
El atentado de Kasrt T. trae inevitablemente a la luz el haz y el envés de la tradicionalmente próspera y acomodada sociedad holandesa. Uno de sus súbditos ha querido matar a la Reina y no lo ha conseguido no porque le faltara determinación, o porque los cuerpos de seguridad se lo impidieran, sino porque salió tan malherido de sus encontronazos con el público que asistía al paso de la comitiva real que le faltaron fuerzas para dirigir su cochecito hacia el objetivo perseguido. Con toda seguridad, tampoco lo habría logrado de alcanzar el gran autobús con su pequeño Suzuki pero las dos premisas indicativas de una crisis de fondo están presentes en la circunstancia: un nacional de uno de los países más ricos del mundo en paro que no encuentra soluciones a su problema; y una autoridad que, sintiéndose segura entre los suyos, pasea con una protección ligera a mediodía por una concurrida ciudad. Un presente y un pasado que muestran claras líneas de discontinuidad.
Descontento
Cuando, en 2005, Holanda dijo «no» a la Constitución europea, los institutos de opinión revelaron la existencia de un enorme poso de descontento entre la población, que temía, por un lado, verse confinada a la condición de mera provincia marginal en la supersestatalidad que representan la construcción europea y Bruselas, mientras que sentía que la identidad propia se diluía entre las masas de inmigrantes que ganaban el país por tierra, mar y aire.
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