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TRIBUNA LIBRE

Hotel Corona de Aragón, treinta años después

Eduardo Zaldívar Superviviente del Hotel Corona de Aragón

Domingo, 12 de julio 2009, 02:35

Cada doce de julio desde hace treinta años imagino una reunión imposible con los demás supervivientes del Hotel Corona de Aragón, susurrando una plegaria de homenaje por las setenta y ocho víctimas mortales de aquella tragedia. Ciento trece heridos completan la nómina del desastre, con sus inevitables secuelas, algunas solo físicas y todas del alma. Esas son las cifras oficiales: casi doscientos seres humanos afectados constituyen la mayor tragedia de la España reciente, sin contar con el 11- M. Cuando la efeméride llega a un aniversario señalado, como es el caso, algunos apelamos a la complicidad de los medios de comunicación para seguir reclamando una memoria más justa y cierta sobre lo sucedido, que compense la ineficiencia del sistema judicial a lo largo de todo este tiempo.

Una sociedad como la nuestra debería exigir que los poderes públicos competentes fuesen capaces de explicar las causas de esa imponente mortandad entre los huéspedes de un lujoso hotel, un día cualquiera del verano, a la hora temprana del desayuno. Varias investigaciones de la policía, del ejército, de la fiscalía y de las compañías aseguradoras, se sucedieron oportunamente, acumulando ingentes materiales periciales. Pero todo ello sirvió solo para aumentar la confusión de los señores jueces-magistrados que hubieron de entender en los diferentes procesos, civiles y penales, abiertos de oficio o a instancia de parte, en sucesivas instancias, y que concluyeron en fallos contradictorios y ambiguos, excepto para los intereses de los propietarios del hotel y sus aseguradores, que fueron liberados de cualquier responsabilidad, incluida la que pudiera derivarse de la ausencia de medios de detección o de planes de evacuación, en un establecimiento con pretensiones de lujo.

Las autoridades de la época, en coalición certera con algunos comunicadores, negaron hasta la saciedad que el incendio fuera provocado por un acto terrorista. Una churrera de gran tamaño, en mal estado o utilizada de forma deficiente, sería la única causa posible. La posición del Gobierno Suárez fue terminante: se trató de un incendio «fortuito». La situación de la época, extraordinariamente complicada, con la transición política en su momento más crítico, y con media docena de organizaciones terroristas en activo - unas nacionalistas y otras en los extremos de la izquierda y la derecha-, mal podría tolerar otra explicación a tenor de algunos detalles de la tragedia, como la pertenencia de una parte importante de las víctimas a los medios militares y la presencia de la familia del General Franco entre los que resultarían indemnes casi milagrosamente.

La penosa lentitud judicial y los intereses políticos fueron echando mantos de tierra y de tiempo sobre el asunto. Solo muchos años después han podido correlacionarse algunos datos, aceptados como hechos probados en diferentes e inconexas sentencias, que apenas dejan lugar a las dudas o a las supercherías: la existencia de elementos químicos «exógenos», ajenos a las instalaciones del hotel, que habrían servido para acelerar la extensión del incendio, y la actuación comprobada de «tres personas organizadas y adiestradas».

En 1999, la Ley de Solidaridad con las Víctimas del Terrorismo, incluyó una disposición adicional, pactada "in extremis" en su última andadura parlamentaria, estableciendo que el incendio de aquel Hotel fue un acto terrorista. Lo que los jueces habían sido incapaces de determinar con claridad hubo de ser 'legislado mediante una «enmienda transaccional».

Los deudos de los muertos han sido indemnizados y sus pensiones mejoradas por esta causa. Para ejercer sus derechos han tenido que seguir procedimientos inverosímiles, a expensas de cada cambio gubernamental y de la disposición del Sr. Ministro de turno. En un acto conmemorativo, que ha sido suspendido por razones desconocidas, iban a recibir en Zaragoza las condecoraciones de la Real Orden de Victimas del Terrorismo, institución que acoge y reivindica el recuerdo de todos los que han contribuido con sus vidas inocentes, truncadas por la violencia y el odio, al precio de nuestra convivencia política. Las medallas se entregarán discretamente y con prisa, o se enviaran por correo, y solo cuando las reclamen de manera insistente.

Una parte de la cuestión, la que se relaciona con el reconocimiento social y la correspondiente indemnización material, parece estar, con todo, en vías de solución para las familias de las víctimas mortales. Pero los criminales no han sido encausados, ni política ni judicialmente, Ni siquiera están identificados, al menos que se sepa. A lo peor, en algún concreto cajón de cualquier archivo secreto, están las claves para remediar esta injusticia. Setenta y ocho asesinatos impunes. Los asesinos ni siquiera han podido ser indultados o exculpados, salvo por la amnesia colectiva que trataron de imponernos los políticos interesados y unos jueces atolondrados.

Los que estuvimos allí seguiremos dando «cuerda al recuerdo». ¿Es posible hacer otra cosa cuando añoramos inevitablemente a nuestros familiares y amigos; cuando evocamos la sensación de angustia e impotencia, el calor sofocante y el humo que apaga la consciencia, y la resignada fatalidad que resultó felizmente incumplida? No. No podemos ni queremos olvidar aquella brutal irrupción de la muerte en nuestras vidas.

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