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Mariña Álvarez
Viernes, 19 de abril 2013, 19:38
Antonio lleva 22 años en la cárcel y ha perdido la cuenta de los que todavía le quedan. «Otros 22, ó 30... no sé». Tiene 41 años y cumple su condena por matar a una persona, siempre acompañado por «el fantasma» de la mirada de la víctima en la cabeza. «No sé si algún día recobraré la paz». Ahora ya disfruta de permisos y los dedica a plantar árboles, a dar charlas en institutos y hasta a ser camillero de Lourdes. «Ayudando a los demás, se ayuda a uno mismo», explicó Bernardo Pérez, trabajador social que durante esta semana acerca a varios centros de enseñanza de la región el testimonio de un condenado por asesinato y otro por tráfico de drogas. Ayer, esta troupe de El Dueso estuvo en Los Escolapios, hablando de las consecuencias que acarrea la Toma de decisiones equivocadas a chicos de entre 15 y 16 años, la edad a la que estos reclusos empezaron a tontear con el lado oscuro de la vida, cuando se a entona el clásico «yo controlo».
En el más absoluto silencio, los alumnos escucharon el relato de Antonio, de Sevilla, que ya con 13 años empezó a robar coches con sus amigos «para alunizajes». «Me gustaba el dinero», explicó, y aún era un adolescente cuando probó a atracar un banco. Se repartió con sus compinches un botín de 16 millones de pesetas, y ya no pudo parar. «Primero atracábamos uno cada dos meses, luego al mes... Llegué a atracar tres bancos al día», dijo. Y sus idas y venidas a las cárceles, «estuve en siete», ya nunca cesaron, quebrantando constantemente sus condenas. Una vez su banda asaltó a un narcotraficante y Antonio cometió el más grave de sus delitos: «Vi que iban a matar a uno de los míos y le metí un tiro entre las costillas. Se me quedó mirando, cayó de rodillas y murió», dijo con toda la crudeza. Está «arrepentido», también por el daño causado a sus padres, los únicos que le han ido a visitar a la cárcel en todos estos años. Sus colegas desaparecieron. «Eran de la misma calaña que yo». En cuanto comenzó a salir de permiso, regresaron aquellos amigos a tentarle con nuevos golpes, que Antonio, ahora sí, rechaza.
Si el del sevillano pudiera parecer un caso extremo, se ofreció a los estudiantes otro bastante más cercano; el de Jonathan, un ampuerense de 29 años condenado a tres por tráfico de drogas. Con 16 años dejó de estudiar y a salir por las noches, envidiando el tren de vida que llevaban los pequeños camellos. «Pues yo también quiero», se dijo. Y acabó recorriendo España de discoteca en discoteca, «con mi cordón de oro de 4.500 euros, mi ropa de marca y un coche que destrocé a los ocho meses. Daba igual, me compré otro». Tenía 25 años cuando dos guardias civiles fueron a la casa familiar «y se me echaron encima, encontraron droga y vi la gran decepción en los ojos de mi madre al ver cómo me llevaban detenido». Estaba equivocado, dijo, por considerarse «un rebelde. Por pasar todo el fin de semana fuera, sin avisar a mis padres y conduciendo borracho». «Pero esa rebeldía es un disfraz», completó Berna: «Desear coches, marcas, teléfonos... es sumisión», aleccionó, y lanzó un mensaje a las chicas, «ese malote que tanto gusta. Hay que reivindicar la figura del buenote, que es el verdadero valiente, el que opone resistencia, el que cambia este mundo manipulado y dirigido».
Como conclusión, un par de consejos: «La formación es la que os da las herramientas para tener criterio propio y tomar vuestras decisiones». Y ojo con las drogas, «están detrás del 80% de los delitos». En las cárceles hay buena prueba de ambas cuestiones, llenas de «analfabetos» y de «zombis con la cabeza taladrada».
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