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Mariña Álvarez
Jueves, 5 de diciembre 2013, 10:34
Para penetrar en el pueblo de Sebrango tan sólo hacen falta unas buenas botas con las que pisar el embarrado acceso sin calarse los pies. Sólo eso y algo de cuidado para no tropezar con los escombros, los troncos ni meterse en una grieta. Superadas estas pequeñas dificultades, hay vía libre para pasear por todo el núcleo, palpar la devastación provocada por el argayo y hasta para colarse en la ermita, que se desplazó casi de una pieza varios metros; o en la vivienda de Mayte, la vecina que había construido con sus propias manos una preciosa casa rural llena de detalles con encanto, vigas de roble, pasamanos tallados, cristales de colores incrustados aquí y allá... Se vio obligada a sacar las ventanas y las puertas para poderlas aprovechar. Ya nada frena al que quiera fisgar.
Es tal el poder de atracción que últimamente ha despertado Sebrango, que mientras los habitantes del pequeño pueblo de Camaleño se ven obligados a pedir un permiso municipal cada vez que acuden a recoger lo que necesiten de sus casas, cuando van se encuentran a excursionistas, vecinos de otros pueblos de la zona y foráneos, todos movidos por la curiosidad de comprobar el poder destrucción que tuvo el argayo. Dicen que los fines de semana el pueblo se llena y hasta en una ocasión se encontraron con un campamento de chavales, todos menores de edad, que habían acudido con sus monitores para estudiar in situ los efectos del desprendimiento. Cuando Mayte y su vecino Marcos los vieron, hasta fueron invitados a ofrecerles una charla sobre su experiencia. Y se la dieron encantados.
A los vecinos de Sebrango no les molesta que haya romerías a su pueblo herido. Lo que no comprenden es que a ellos les obliguen a avisar cada vez que van y el resto del mundo pase sin permiso. Al principio estaba terminantemente prohibido el paso por motivos de seguridad, el pueblo se cerró a cal y canto. Luego se necesitaba apoyo de Protección Civil, de la Guardia Civil, un pase firmado por el alcalde... «Llegamos a tener algunas diferencias con los agentes porque nos colábamos en nuestras propias casas. Es que no teníamos nada, abandonamos el pueblo sin llevarnos ni calcetines, ni un tenedor... nada», rememora Mayte. Asegura que se enfrentan a sanciones de hasta 3.000 euros por incumplir esta prohibición que afecta sólo al pueblo, no a los prados de los alrededores, por los que se permite el paso de ganado.
Ya pasaron esos meses de alto peligro y, ahora, los vecinos acuden con cierta libertad, pero siguen pidiendo permiso al Ayuntamiento de Camaleño. «Es un cachondeo, yo cuando voy paso allí cuatro ó cinco horas recogiendo cosas, y me puedo llegar a encontrar hasta a quince personas. Entiendo su curiosidad y hasta agradezco que se interesen por nuestra situación... me piden permiso para entrar en mi propia casa, le sacan fotos, toman ideas... es de coña», cuenta. Llega a tal punto que se ha encontrado en su buhardilla pruebas de que alguien había estado durmiendo allí.
«Es gente respetuosa»
De momento, eso sí, ni ella ni sus vecinos han sufrido expolios importantes, «se han llevado alguna cosa absurda, como unas bombillas o una alfombrilla de ganchillo que tenía. Por lo general, es gente respetuosa. De verdad comprobamos que van movidos por la curiosidad, para ver desde allí el argayo y mi propia casa».
Y así, a poquitos, Mayte va recogiendo su vida entera, la que dejó en esa casa que tardó en construir 23 años. El argayo le aplastó una pared justo al mes siguiente de darse de alta como autónoma para empezar a explotarla como casa rural, justo cuando había conseguido que una agencia británica la quisiera para alquilársela todo el año, justo cuando pensaba que empezaría a cosechar tras tanta siembra. Su sueño se truncó de golpe y, ahora, sobrevive vendiendo las tuberías que arranca cuando puede subir al pueblo, el cobre de los cables, el calentador de agua, sus piezas de cerámica... No cobra ninguna prestación y se ha quedado sin el que iba a ser su medio de vida. «Me he quedado a cero», resume Mayte. En enero había dejado su trabajo en Madrid con la idea de establecerse ya de manera permanente en Sebrango, después de haber pasado media vida reconstruyendo una casa que compró con apenas tres paredes en pie. Y es ahora, cuando ha pasado el tiempo, y cuando dicen que también el peligro, que Mayte empieza «a ser consciente de todo lo que ha pasado y todo lo que he perdido».
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