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Álvaro Machín
Viernes, 13 de marzo 2015, 07:11
Con las mesas del menú del día ya recogidas, en el 'Paquín' tocaba tertulia. «Sí, mujer. La de Áurea, la recuerdo yo de cuando era pequeño». Los que viven en La Hermida saben muchas historias de cuevas y ayer era día para tirar de recuerdos. El desfiladero es un 'Gruyer' salpicado de entradas, galerías y cavidades. Huecos de pastores y de cabras, estantes de queso, refugio de críos curiosos... Lo que hasta hace poco no sabía nadie es que una de ellas guardaba un secreto que nadie ha revelado en unos 21.000 años. «Es aventurado», dicen los expertos a la hora de poner etiquetas, pero son ellos los que apuntan que, a bote pronto, el hallazgo tiene toda la pinta de ser «más antiguo que los bisontes de Altamira». «A la vista del primer signo, los referentes son conjuntos rupestres de cuevas de un periodo antiguo, premagdaleniense. Podría tener entre 20.000 y 28.000 años, lo que corresponde a lo que llamamos periodo gravetiense», explica Roberto Ontañón antes de volver a insistir en eso de que «es aventurado». El director de las Cuevas Prehistóricas de Cantabria tiene claro que esto requiere de tiempo y estudio. No hay prisa. Pero él y los pocos que ya los han visto -los especialistas entraron ayer por segunda vez- saben que el valor arqueológico de los signos rojos sobre las paredes es indudable. Algo que, curiosamente, nunca supo Áurea, la pastora que dio nombre a este lugar recóndito y que falleció hace ya años en la residencia de Potes. A ella solo le preocupaba que las cabras no se le fueran por el hueco. Que no cayeran, justo, donde está el gran tesoro de 'su cueva'.
¿Y qué hay dentro? El gran signo casi brilla sobre una pared blanquecina y perfectamente lisa. Como un marco perfecto. La precipitación de una fina capa de calcita ha hecho su trabajo lento. Es una sucesión de pequeños círculos, una hilera que da forma a una figura vertical, alargada «hecha con pintura líquida aplicada con el dedo». Óxido de hierro. Es lo que vieron Manel Llenas y Raquel Hernández, vinculados al Espeleo Sabadell. Andaban 'desatascando' huecos. Retirando los muros que los pastores colocaron para evitar perder animales -el suelo está lleno de huesos-. Cuentan por el pueblo que los espeleólogos descubrieron la pintura al repasar una de sus propias fotografías. «Actuaron de acuerdo con la normativa y el sentido común, hicieron una foto y nos la enviaron al Museo de Prehistoria. Nada más ver la foto nos dimos cuenta de que el sitio tenía interés desde un punto de vista arqueológico», explica Ontañón.
La fórmula del gran signo se repite a pocos metros, a su derecha. Cuatro dedos, como huellas dactilares, seguidos. Cerca, otro más y una masa rojiza. Es lo que hay en la 'gran sala'. Pero aún queda. En el trayecto hasta este punto, si uno mira hacia arriba en una pequeña bifurcación angosta, en el tubo de bajada, aparece «un signo muy complejo que despierta mucha curiosidad porque no le vemos paralelismos evidentes a primera vista». Al resto, sí. Eduardo Palacio, arqueólogo de la Consejería, habla de memoria de Chufín mientras explica, con ese cariño del que sabe que tiene algo muy valioso entre manos, cada uno de los detalles de las pinturas deslizándose por el recinto. Detalles que evocan lo visto en Cudón, Los Marranos, Porquerizo... Pero esto es lo primero con arte rupestre paleolítico documentado en el valle del Deva. Al interior de la región, «lo que supone una notable aportación al patrimonio cultural de Cantabria».
Difícil acceso
Está, de hecho, en pleno desfiladero de La Hermida. A unos cuarenta metros de altura con respecto al nivel de la carretera que serpentea entre el río y los riscos. Dejando atrás Rumenes y el desvío a Cuñaba, pasando por el puente de pescadores que los de aquí llaman del Infierno. Pasar el puente y a la izquierda. Diez o veinte metros, no más. Allí está la base. Peñarrubia. «Es un día feliz. Ni nos lo creíamos cuando repetidas veces habíamos escuchado decir que no había hallazgos de este tipo en el desfiladero». El alcalde, Secundino Caso, estaba pletórico. «¿De verde?», preguntaba a los operarios que pintaban el cierre metálico que ayer mismo colocaron en la entrada de la cueva. «Todas van pintadas en este color», le decían los chicos, que ya saben lo que es trabajar cerca de las cuevas.
Ellos, la cuadrilla -y el equipo de El Diario Montañés que consiguió acceder a la cueva junto a los investigadores-, tuvieron que trepar por un camino pindio. Hay que apoyarse en cuerdas y fijarse en dónde se colocan los pies. Entre árboles y riscos, hacia lo alto. Con dos tramos especialmente difíciles antes de llegar al hueco. A las nueve de la mañana ya tenían colocada la reja para preservar el hallazgo y evitar que aquello se llene de curiosos antes de tiempo. Justo al lado, ya dentro, se abre un espacio amplio. Como un 'hall' de entrada. Allí dejaban las cabras y, al fondo, se abren los huecos que los pastores trataban de bloquear. Las entradas hacia el pasado, las puertas -ahora que está tan de moda- de un ministerio del tiempo. Es una galería de bajada con formaciones estalagmíticas. Estrecho, resbaladizo. Hay que mancharse para llegar y bajar la cabeza para no golpearse. Con una parte de pendiente pronunciada y un par de tramos en los que hay que meter barriga y encogerse para pasar. Luego, otro espacio amplio. No alto, pero apto para un grupo de cuatro o cinco personas. El 'salón', el punto clave. Y hay más, al fondo, medio cerrado (ahí quedó interrumpido el trabajo de los espeleólogos). «Lo que estaban 'desobstruyendo' donde encontraron el primer signo son pasos naturales. La cueva continúa y dicen que es posible que haya al menos otro punto rojo», explica Ontañón. Con la boca pequeña, pero todos aseguran que puede haber más pinturas. Aquí, allá... Cerca, en todo caso. «Si en una cueva que no es lógico, en principio, que hubiera pinturas ha aparecido esto... Doscientos metros más arriba está la cueva Candúa, que ha estado cubierta de agua. Si en algún sitio podían vivir y pintar era ahí...», deja caer el alcalde.
«El desfiladero -insistía el edil- no es un problema, es una oportunidad. Humanizar y peatonalizar esto de alguna manera es un regalo. Refuerza la teoría del municipio de que este lugar es más que una vía de comunicación, es una maravilla que en su momento estuvo humanizada. Ilusiona esto como un revulsivo para el sector turístico y cultural del municipio».
«Que no puede ser»
Caso, que por la tarde estuvo en Santander para hablar del descubrimiento, recordó a Áurea. A la mujer que regaló su nombre a este lugar. Y también a Lola, que siguió con la tradición de guardar las cabras en la cueva. Aún vive. No muy lejos de allí. Tiene más de 80 años y fue el edil el que le contó lo que habían descubierto. «Pero ella decía que no, que allí no había ninguna pintura, que la habría visto y que, si la hubiese, tenía que ser muy reciente». Estaba contenta, pero no daba el brazo a torcer. Tanto, que cuando le contaron que iban para allá, les dijo que «ahí, al fondo, no entrasen». «Que una vez se le coló allí un cabrito y nunca más lo volvió a ver».
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