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nacho g. ucelay
Domingo, 6 de marzo 2016, 08:06
Desfiguró el fascinante lienzo paisajístico del lugar arrastrándose ruidoso ladera abajo durante una noche de primavera que los vecinos no olvidarán jamás. No solo descarnó media montaña. También descarnó su porvenir, tan agrietado como sus viviendas, y el de su pequeño trozo de edén, ... reducido a mero pueblo fantasma. Por eso, por tanto dolor causado, lo miran con ira y resentimiento. Pero también con respeto y temor. Porque, aún dormido, el monstruoso argayo que el 14 de junio de 2013 cayó sobre la localidad de Sebrango encogiendo el corazón de Liébana sigue siendo hoy, tres años después, una amenaza real.
«Mire, ¿ve esto?». Por la grieta le cabe holgada una mano entera. «Pues esto no estaba hace tres años», dice una vecina para apoyar su teoría: «El argayo continúa avanzando». La señora, que ha subido al pueblo para echarle un vistazo a las ovejas (es lo poco que puede hacerse allí porque, sin luz, sin agua y sin gas, la localidad es inhabitable), no tiene muchas ganas de conversación. «¿Qué quiere saber? ¿Y para qué? ¿Para hacer como han hecho otros? ¿Escribir mentiras?».
Con los políticos es más dura aún. «No han hecho nada por nosotros. Sí, nos dieron una indemnización». ¿Cuanto? «Una mierda», afirma. «Pregunte por ahí a ver quien puede rehacer su vida con ese dinero», reta la mujer, descontenta con el trato recibido de las administraciones. «Es que no han hecho nada. Nada. Iban a hacer tal, iban a hacer cual... Y al final lo único que han hecho es dejarnos tirados».
Dando la espalda a la montaña, de la que ya no quiere saber nada, la señora emprende el camino de regreso a la localidad de Los Llanos, que está justo debajo de Sebrango, a unos 500 metros en línea recta y en el punto de mira del argayo. Allí, a la sombra de un zaguán, destaza un marrano Marcos González, al que el desprendimiento le quitó hasta las ganas de vivir.
«Llevo tres años tomando pastillas para los nervios», dice el hombre, que tuvo que abandonar el pueblo con su madre, con su hermana y con lo puesto por culpa de un suceso que descalabró sus proyectos. «Allí tenía mi hogar, allí tenía mi familia y allí tenía mis vacas y abejas», que le daban suficiente para vivir. Hoy, para su desgracia, allí no tiene más que un caserón resquebrajado por el que no le darían un céntimo. «Aquel argayo me arruinó la vida», dice y repite Marcos, al que el alud desterró a Potes y mandó al paro. Recibió un dinero. 50.000 euros. «Pero ya me dirá usted si eso es suficiente como para poder empezar de nuevo», cuestiona.
«¿Donde vas a ir con ese dinero?», interrumpe entonces Raúl García, que, enfrascado en labores de artesanía, no había querido interferir en la conversación de su tío Marcos. Como cualquier otro de los afectados por el argayo hay una decena, él también está disconforme con las compensaciones recibidas del Gobierno regional, al que, de otro lado, critica su inacción.
«No han hecho nada», asegura. «Por aquí ha pasado mucha gente, mucho político y mucho técnico, pero nadie ha solucionado el problema». Y el problema, dice, es que «el argayo continúa avanzando». Según cuenta espantado el chico, «no hay más que echar un vistazo para ver que las grietas de las casas son más grandes de lo que lo eran hace tres años, hace dos y hace uno. Hay algunas de hasta diez centímetros», precisa Raúl, que recuerda que «el año pasado bajó el agua del argayo e inundó el pueblo».
El chaval, que sugiere un paseo por la ladera de la montaña para observar la evolución de sus fisuras «cada vez mayores», avisa de que, si no se toman prontas medidas, en cualquier momento se producirá un nuevo alud de tierra de iguales o peores consecuencias del anterior, un pronóstico que los vecinos recuestan sobre lo que observan cada día mirando a la montaña y que los expertos avalan con soportes geológicos.
La mirada experta
Profesor titular del Departamento de Ciencias de la Tierra y Física de la Materia Condensada de la UC, Alberto González es, seguramente, el mayor conocedor de un argayo digno de estudio al que ha dedicado una buena parte de su tiempo a lo largo de estos tres últimos años. Conoce su pasado, entiende su presente y, lo mismo que los vecinos, intuye su futuro.
«El de Sebrango es uno de los muchos desprendimientos de tierras cartografiados e identificados en la base de datos de nuestro departamento», al que el Gobierno regional recurrió nada más producirse. «Nos llamaron y nos pidieron nuestra opinión», recuerda González. Después de reconocer el terreno «recomendamos que se observara, que se siguiera y que se preparara un plan de emergencia al que recurrir en el caso de que se produjera una reactivación».
En los días posteriores al suceso, «la Universidad planteó una estrategia de ataque del problema preparada desde dos frentes diferentes: uno geológico que sirviera para poder capturar toda la información y otro ingenieril que valiera para poder afrontar con garantías la contención del argayo», explica el profesor, que continúa con su relato. «Cuando descubrimos que el principal motor del argayo era el agua nos inclinamos por aplicar una técnica de desecación que dio fruto» y frenó el desprendimiento.
Sin embargo, cuando le propusieron comenzar la segunda parte, «el Gobierno de Cantabria nos dijo muchas gracias, hasta aquí han trabajado ustedes».
González, que nunca comprendió aquella decisión del Ejecutivo, piensa ahora, casi tres años después, que el latente argayo de Sebrango «es un ejemplo de lo que se debería haber hecho y no se a hecho». Dicho esto, el profesor se explica. «Debiendo tomarse más tiempo en investigar el desprendimiento, hizo todo muy precipitadamente. Teniendo sobre la mesa un informe de la Universidad que recomendaba una serie de actuaciones a seguir, siguió otras sin ningún resultado. Y disponiendo de medios adecuados para abordar el deslizamiento, o no los ha usado o no ha sabido utilizarlos, porque el desprendimiento tendría que estar monitorizado y, que yo sepa, no lo está».
"Sí, se mueve"
González, para quien salta a la vista que los trabajos allí efectuados «no han servido para frenar el avance del alud», refuta con datos la sensación que tienen los vecinos de que el argayo de Sebrango se mueve. «¡Claro que se mueve!», exclama. «Si usted ha estado allí habrá observado que se ven miles de roturas, que hay pequeñas reactivaciones y que la erosión está produciendo grandes acanaladuras en la ladera, algunas de ellas de medio metro o de metro y pico».
Considerándolas pruebas suficientes como para sostener que el argayo avanza milímetro a milímetro empujando la base del pueblo, el profesor advierte de las consecuencias que esto puede desencadenar si se dieran las condiciones: varios días de lluvias torrenciales. «Pudiera darse el caso de que la próxima vez que se reactive el argayo no lo haga como un deslizamiento sino que lo haga como un flujo, de tal manera que si la última vez tuvo dificultades para llegar abajo se detuvo justo en la zona de debajo de Sebrango en esta ocasión pueda llegar hasta abajo del todo». Hasta el pueblo de Los Llanos, donde los vecinos ven en el argayo una amenaza durmiente.
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