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Martes, 26 de abril 2016, 11:31
Era la víspera de Nochebuena. El padre Manuel confesó que no quería ser administrador diocesano. «Por deseo propio no habría aceptado» escribió en una carta de saludo a la comunidad católica difundida ese día, «pero San Agustín nos enseña: si la madre Iglesia reclama vuestro concurso () no huyáis del trabajo con torpe desidia, obedeced a Dios con humilde corazón». Respetó las palabras de su referente espiritual y aceptó gestionar la diócesis de Santander hasta que el papa Francisco designe otro obispo. El nombramiento remató un año extraordinariamente agitado en la vida de este agustino, de carácter afable, que a sus 67 años ha cobrado un protagonismo inesperado, y esquivado porque no le gusta retratarse en los medios de comunicación. Dice que está en «tiempo de silencio» y que todo lo publicado sobre él es contra su voluntad.
Manuel Herrero Fernández ya era la segunda autoridad eclesiástica, vicario general. Lo había sido con dos obispos, José Vilaplana y Vicente Jiménez. Ahora (marzo de 2015), el nombramiento del segundo como arzobispo de Zaragoza le ha hecho más visible. Además, cinco meses antes había sido nombrado párroco del Barrio Pesquero, huérfano ya del carisma de Alberto Pico fallecido en junio. Con lo que supone de reto sustituir una ausencia que es, más bien, una persistente presencia.
Fue un cambio radical. Hasta entonces, el padre Manuel era párroco en Los Agustinos. Durante quince años habitó una cartografía urbana muy diferente, un colegio de élite y una parroquia entre los algodones de El Sardinero. El traslado, todo un choque un viaje más emocional que geográfico le enfrentó a otra realidad muy distinta. La que palpita en la península del Pesquero. Ese apéndice raquero, poblado de pescadores desterrados de Puerto Chico en los años cuarenta y trasladados a este arrabal bautizado Sotileza, el apodo de aquella Silda que concibió Pereda.
Cambiar El Sardinero por el Barrio Pesquero es pasar de la cultura marítima del yate a la marinera de la pesca. Tránsito que el padre Manuel ha asumido con ilusión. «Está encantado de conocer otra realidad», expresa el periodista Gervasio Portilla, vinculado al ámbito eclesial.
El padre Manuel se crio en Serdio. Allí nació en el invierno de 1947, el mismo año que se descubrieron los manuscritos del Mar Muerto. Un pueblo de Val de San Vicente cuna del último maquis, Paco Bedoya, que se echó al monte con Juanín, y que en aquel tiempo tenía dieciocho años. Sus padres, Manuel y Perfecta, le enviaron a estudiar a la escuela del pueblo y después al instituto Marqués de Santillana de Torrelavega. En 1957 ingresó en la Escuela Apostólica de San Agustín de Palencia, donde cursó el bachillerato y cultivó su vocación de sacerdocio. Cinco años más tarde realizó el noviciado en el monasterio burgalés de Santa María de la Vid, también de los padres agustinos. Allí estudió filosofía y comenzó a cursar teología. El segundo y tercer curso los hizo en otro convento agustino de Valladolid y el cuarto en el Monasterio de El Escorial.
Cuando fue ordenado diácono, en 1970, tenía veintitrés años. Conforme avanzaba en su formación, cada vez más kilómetros le distanciaban de la casa familiar de Serdio. Su primer destino profesional fue Madrid, donde daba clases en un colegio al tiempo que las recibía en la Universidad Pontificia de Madrid. Tras licenciarse primero en Ciencias Eclesiásticas y después en Teología Pastoral, durante una década fue profesor en centros vinculados a las universidades pontificias de Comillas y Salamanca.
De vuelta al norte
Tenía 37 años cuando regresó al norte para dar clases en los agustinos y en el seminario de Corbán. Al año siguiente, en 1985, ya era párroco de San Agustín. Otros diez años después volvió a Madrid como consejero de una de las cuatro provincias en las que se divide la Orden de San Agustín. Transcurridos los cuatro años del cargo, retomó su parroquia en Santander.
El obispo Vilaplana le eligió como vicario general. Número dos del Obispado, cargo que ha conservado hasta ahora. «Es muy afable, meticuloso, acogedor. Un hombre de oración, muy preparado», afirma Gervasio Portilla.
El nombramiento del obispo número 18 de la diócesis de Santander podría ser él mismo puede alargarse hasta un año. Ya hay precedentes. Cantabria vivió otra regencia cuando Vilaplana fue trasladado a Huelva. Entre julio de 2006 y septiembre de 2007 Carlos Osoro, entonces arzobispo de Oviedo, hoy de Madrid, ejerció de administrador apostólico nombrado por Roma en vez de diocesano, como el padre Manuel, elegido por el Colegio de Consultores de la diócesis cántabra.
Obispado y Pesquero
El padre Manuel está demasiado ocupado. Sigue residiendo en la comunidad agustina de El Sardinero, pero ahora tiene que repartirse entre el palacio episcopal y el Barrio Pesquero.
Es el único cura allí, así que celebra a diario la misa de la tarde, tutela la catequesis y supervisa el Colegio Miguel Bravo y la guardería, que también dependen de la parroquia. Llegó en un momento delicado a un barrio que le recibió con escepticismo. Había muerto Alberto Pico y la falta de recursos amenazaba con cerrar la guardería. «Venía de El Sardinero y esto es muy diferente. Pero se ha integrado muy bien», admite una vecina.
Las monjas mercedarias habitan el barrio desde 1946 y están muy contentas con él, dicen que es «muy cercano». Una persona preparada que se acerca a los vecinos enfermos y les visita en sus casas. Como en la iglesia no hay calefacción, ha improvisado hasta una pequeña capilla en la sacristía para que los fieles no pasen tanto frío. «Se nota que es muy querido porque los sábados viene gente de El Sardinero a celebrar la eucaristía. Le añoran», cuenta una de las religiosas. Las misas son distintas. No podrían ser iguales sin Alberto aquel cura «rojo, pero muy perdido», como bromeaba de sí mismo y su peculiar manera de afrontar la liturgia. Había crecido en el ejemplo también singular de Miguel Bravo, con quien militó desde la sacristía en efervescente combate contra la pobreza.
«Aquí hemos conocido otro tipo de iglesia, a ésta le importamos un bledo», critica un vecino. «Con la sombra de Alberto no tiene una labor fácil, pero nos ha escuchado, nos ha ayudado y la guardería está saliendo adelante», reconoce su directora, María José. «Nos ha transmitido mucha ilusión. Siempre digo que me ha llegado un ángel de la guarda», confiesa. El padre Manuel, sin estridencias, está siguiendo la labor social que se hacía. Prefiere pasar desapercibido. No es Alberto, ni Julián, ni Miguel Bravo. Pero tampoco el Pesquero es ya el mismo, aquel que conoció peores tiempos de necesidad. Ahora hay hambre en todos los barrios. Ya predicaba San Agustín que la riqueza es siempre injusta.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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