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David Remartínez
Viernes, 6 de mayo 2016, 07:22
Vamos a matar el titular: ya no existen frikis, no quedan. La generalización de la palabra ha diluido su significado hasta alcanzar casi la misma indefinición del término fistro, acuñado por el inefable Chiquito de la Calzada. Friki, a diferencia de jandemor o diodenal nacidos en el absurdo, es un término foráneo, una españolización del estadounidense freak, que nombraba a las personas con malformaciones o singularidades físicas que se exhibían en las ferias de asombros y circos.
Freaks, traducida aquí como La parada de los monstruos, es también el título de la película de Tod Browning que en 1932 conmocionó la historia del cine tanto por sus protagonistas freaks reales como por la demoledora descripción de la condición humana que contiene la historia. Solo ver la foto que ilustra esta página ya inquieta.
Los cientos de personas que asistirán al festival Santander Alternativo (la feria de cómics, teleseries, videojuegos o merchandising que se celebrará del 13 al 15 de mayo en el Palacio de Exposiciones) nada tendrán que ver con el origen del friquismo, aunque a buen seguro muchos conocerán todo esto que acabamos de contar; y lo que viene a continuación.
Freak permaneció en el vocabulario yanqui para describir a personas diferentes, con aspecto raro y gustos incomprensibles para la mayoría ciudadana, convencional, de bandera, familia, barbacoa y sonrisa del Show de Truman. Personas a veces hurañas, refugiadas en sus propias galaxias, autoexcluidas de esa sociedad bipolar que categoriza a sus ciudadanos en ganadores y perdedores, y donde la diferencia siempre se sancionaba.
Los personajes de Pink Flamingos ofrecen una jugosa colección de esa segunda generación de frikis: desde la protagonista, Divine, una travesti obesa y pionera de las drag queen, hasta el propio director del filme, John Waters, mito del cine de serie B. Si no han visto esa película de 1972, piensen en Ignatius J. Reilly, el protagonista de La conjura de los necios, la maravillosa novela póstuma de John Kennedy Toole, que ganó el Pulitzer en 1981.
En esa década, los ochenta, los adolescentes norteamericanos, en cuyos institutos la competencia por la popularidad trastorna más que las notas académicas, adoptaron el freak para marginar a los alumnos que incumplían el canon de estética y empatía. Hay mil películas que lo describen y que constituyen un género. Presentan a chavales gorditos, tímidos, bombardeados de granos o escondidos bajo capuchas, inviables para el equipo de fútbol americano o de lacrosse, pero con una soledad luminosa gracias a su afición a los tebeos, los muñequitos de superhéroes o las cintas vhs con sagas de terror.
Esas aberraciones de la high school, los freaks y nerds que se reconocían entre ellos como hormigas heridas y que vivían su epifanía social en Halloween (la noche de los monstruos, el día de carnaval), iniciaron sus años adultos presos aún de tal condición, gastándose sus primeros sueldos en ediciones ignotas de Russ Meyer o de Roger Corman, en más muñecos y juguetes, en consolas. Sintiéndose todavía fuera de lugar, por seguir sin sentirse iguales. Nadie los ha ilustrado mejor que los dibujantes Peter Bagge, con su humor arrollador, o Daniel Clowes, con ese ambiente lúgubre que angustia sus grandes cómics.
El furor
A partir de los noventa, sin embargo, el mundo se puso a su favor. El capitalismo descubrió el filón comercial de la diferencia. La globalización puso al alcance de cualquier coleccionista el material antes remoto. E internet y después las redes conectaron a los millones de frikis, de inadaptados con aficiones supuestamente minoritarias como el sexo obtuso o la obsesión por la música industrial. Hoy es posible comprar unos calzoncillos de Batman o de Star Wars para padres de 40 años en cualquier franquicia de ropa, algo inimaginable hace 20 años.
Lo exclusivo se ha vuelto guai, cool, porque nuestra sociedad consumista nos ha convencido de que todos somos especiales. Y qué mejor que vendernos lo asociado a las minorías para que se convierta en general, en masivo. ¿Cuánta gente lleva una camiseta de Joy Division sin haber escuchado sus discos? Qué más da. Lo importante es seguir manteniendo las apariencias, aunque vengan disfrazadas de nueva distinción.
De forma paralela, el cómic ha obtenido el estatus que merece, el cine ha recurrido a los superhéroes, y la televisión, a las series bizarras. Los videojuegos han criado a una nueva generación de chavales donde las aficiones, por raras que sean, no excluyen, sino que conectan. Y así, hemos asimilado al monstruo: todos somos frikis. Y por eso no quedan frikis ya. Si acaso, los que salen en los platós de televisión.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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