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Javier Menéndez Llamazares
Jueves, 2 de febrero 2017, 13:11
Quise ser superhombre, ser un lobo de mar, luego quise ser comanche () pero de todos mi preferido, el papel que me va () es el ladrón de Bagdad», cantaba en su primer disco en solitario. Tal vez no llegara a ser nunca Ahmed ni Douglas Fairbanks, aunque lo cierto es que Germán Coppini López-Tormos (Santander, 1961-Madrid, 2013) se convertiría por derecho propio en uno de los músicos más influyentes del pop español de finales del siglo XX, gracias a un estilo personalísimo y, sobre todo, a su talento arrollador como escritor de canciones.
«¿Dónde has estado? Mira qué facha», cantaría en los ochenta, en un falso ajuste de cuentas familiar que poco tenía que ver con una realidad mucho más convencional. Los Coppini eran italianos afincados en Barcelona su abuelo milanés fue uno de los primeros naturistas de Cataluña; practicaba nudismo y era vegetariano y cuando a Juan, su padre, le trasladó Nestlé a La Penilla conocería a Marga, con la que tendría 3 hijos: Germán, Cristina y Ernesto. Aunque la familia pronto viviría varios traslados, todos nacieron en Santander, por empeño materno. "Hola mamá, estoy en la tele", saludaría en su primera aparición televisiva, para la que su madre había avisado a toda la familia y amistades, sin saber exactamente que hacía su niño sobre los escenarios.
Y es que habían pasado veinte años, varias mudanzas a Madrid, a Barcelona, a Vigo, de nuevo a Santander y el joven Germán se había convertido en la cabeza visible del grupo más punk por actitud, sobre todo de los primeros ochenta, los vigueses Siniestro Total. Y Coppini llenaba toda la escena con su estética británica y sus movimientos a lo Ian Curtis.
"Cien millones de espectadores, y yo sin poder rascarme los cojones", cantaba su hijo en la pantalla. ¿Qué había podido pasar? Si eran de Santander de toda la vida Germán nunca había sido buen estudiante, pero era un lector voraz y, cuando salía de su mutismo, un conversador fabuloso y apasionado.
La música había sido su nexo con el mundo, y precisamente seria su padre quien le acercase las nuevas tendencias. Primero le regaló un comediscos, que cada viernes alimentaba con nuevos vinilos para sus hijos; primero música italiana y pero más tarde rock, punk y new wave. "Nos trajo hasta singles de los Sex Pistols, pero claro, es que él no entendía el inglés", recuerda Cristina Coppini. Germán tampoco, pero estaba suscrito a todas las revistas musicales del momento, y esa pasión compartida le sirvió para conectar con los jóvenes más inquietos del Vigo del momento: Julián Hernández, Teo Cardalda, Miguel Costas, y un no tan bisoño Antón Reixa.
"No mires a los ojos de la gente", además de una confesión soterrada de timidez, sería su carta de presentación para el gran público. Con Siniestro había entrado de lleno en el rock, pero aquella perpetua fiesta dadaísta no encajaba del todo con sus aspiraciones. Su público les adoraba, pero los conciertos eran batallas campales y cuando en Barcelona un botellazo le noqueó se replanteó muchas cosas. Junto a Teo Cardalda, compañero de instituto de su hermana, encontraría una expresión más personal, que de inmediato fascinó a la crítica musical, a las discográficas y a una generación entera de españoles ansiosa de nuevos sonidos en castellano. El éxito sería instantáneo.
"Golpes Bajos son el exponente máximo de la reserva espiritual del Noroeste", dijo Jesús Ordovás en La Edad de Oro, el programa más posmoderno que haya existido jamás en la televisión española, con permiso de La Bola de Cristal, donde también grabarían dos videoclips. En el de Desconocido, Coppini parecía Pessoa. Y en realidad algo había del poeta en el joven músico. La vorágine duraría tres años, antes de que comenzara una carrera en solitario que nunca terminó de despegar. El éxito de Golpes Bajos, en cambio, sería eterno, convertido en un mito musical.
"Su voz no era para todos los gustos", recuerda el musicólogo Luis Avín, uno de sus habituales en cada visita a Santander, desde que coincidieran en la fiesta de la CNT de 1979. Junto a Nacho Mastretta, Manolo Raba o Jesús Bombín se veían en la calle Panamá, en el Claudio (o Niza) o en el Benidorm, donde intercambiaban incesantemente referencias musicales, en una época en la que "cada semana salía un disco que iba a cambiar tu vida". Su hermano Ernesto se quedó a vivir en Santander y acabaría formando parte de La Manos de Orlac.
"Colecciono moscas, pero no estoy loco", cantaba desde su aparente mal carácter, que en realidad escondía una timidez extrema, en contraste con la necesidad expresiva del creador. Tras casarse con Elvira, Coppini se centró en su vida familiar. Habitual de las tiendas de discos y la Cuesta de Moyano, en Santander recorría el mercadillo del túnel en busca de discos y libros. Las rabas, los sobaos y los helados de Regma eran sus grandes pecados en las visitas a la familia.
"No perdemos la manía de tener esperanza", cantaba en Alien Divino, en 1987. Y él, efectivamente, nunca la perdió. Hasta sus últimas horas, convaleciente en el hospital, estuvo corrigiendo, diseñando, planificando su siguiente disco. Y es que Coppini no se rindió jamás.
Cuenta su hijo Guillermo que no le agradaba que le recordaran sólo por su primera etapa, así que había desarrollado cierta animadversión incluso a Golpes Bajos, su gran éxito.
Después, pasaría toda su vida esforzándose por superar aquellas cotas creativas, aunque no lograse el mismo reconocimiento.
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Ana del Castillo
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