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Aser Falagán
Viernes, 10 de marzo 2017, 12:43
Rubiconear es filosofar por encima de nuestras posibilidades. Los royalties le corresponden al actor Alberto Sebastián, uno más en la vorágine de fauna urbana que se congrega en torno a la barra de un local de culto.El Rvbicón. Así, con uve.Como lo concibió su fundador y le gusta escribirlo a su socio superviviente. Un local con carácter suficiente para lucir orgulloso sus colores republicanos desde hace tres décadas, presumir de un programa de conciertos y actividades dignos del mejor teatro público y un ejército de fieles que idolatran su carácter. Ese mismo que le ha convertido en mucho más que un bar de copas o bar de barrio, que ambas cosas es en cierto modo. La sala con más carácter al oeste del Miera, la de las palomitas con pimienta y los mojitos; allí donde se puede debatir sobre el último partido del Barça, la segunda ley de la termodinámica, el estructuralismo postmarxista o simplemente tomar una cerveza, cumple treinta años.
Tanto carácter tiene el Rvbicón que casi acuñó sin querer aquello de la posverdad, porque no le importa en absoluto celebrar su aniversario cuando le da la gana. Este domingo arranca el programa, pero en realidad fue en diciembre de 1986 cuando José Ramón Burgués, Moncho como nombre de guerra, abrió un restaurante en el número 4 de la calle del Sol. Lo hizo en el mismo local que inmediatamente antes había sido una carpintería. Lo que no sabía es que en los años treinta, antes de la Guerra Civil, había sido la escuela republicana de la madre de Jesús Aguirre. Así, con la contradicción de tener a todo un duque de Alba como antiguo morador de su negocio, fue como Moncho, un superviviente que se había sobrepuesto incluso a sí mismo, cruzó su particular Rvbicón la expresión está gastada, pero así le gustaba contarlo al abandonar la castiza La Paquita, con su bolera y todo en el Río de la Pila, para abrir un restaurante. Sí, un restaurante. Porque así nació la sala.
Ya la decoración era toda una declaración de principios, con su mural con la tricolor y su altar laico y cerámico dedicado a François Villon, un semidesconocido poeta francés cuya vida le gustaba versar a través de las cinco metopas que aún lucen tras la barra. Casi dos años duró la experiencia, hasta que en noviembre de 1988 decidió dar la vuelta a un negocio que no terminaba de arrancar y lo convirtió en bar.
De aquel restaurante sólo queda ya la pequeña barra con azulejos de estilo mudéjar que se ha convertido en reducto de impenitentes; en la zona VIP de los habituales. Esa pequeña barra que después se amplió a todo el local para reconvertirlo en bar ha visto de todo. Como popes, un padre fundador trotsko y el pastor de un extraño culto al silencio. Junto a ellos, una congregación en la que se han sucedido biólogas de amplia sonrisa, bibliotecarias con gafas a lo Lennon y bibliotecarias cantautoras, telecos con fama de rudos centrales, profesoras trotamundos de ojos verdes oceánicos, abogados del turno de oficio, bereberes con vocación de von vivants, doctorandos dominicanos y exsoviéticas reconvertidas en musas del indie cántabro. Y eso sólo a un lado de la barra. Aquel en el que siempre tienen razón. El de los taberneros, por supuesto. La pléyade de clientes, que se ha ido renovando atraída por el espíritu del bar sin que algunos de los clásicos lo hayan abandonado nunca, da para un zoo contemporáneo mucho más amplio y diverso.
Durante unos primeros años autárquicos, el apoyo de amigos como el periodista José RamónSan Juan y, sobre todo, la voluntad inquebrantable de Moncho, cuyo espíritu nunca ha dejado la sala, permitieron sacar adelante un local que a base de tenacidad se reivindicó como referente de la noche y la cultura santanderina. Lo hicieron los Pedro Martínez, Chave Muñiz, Santos Zabala... Todos aquellos cantautores que, agrupados en el colectivo Cantera, desfilaron por su pequeño escenario. Como lo hicieron otros foráneos, ya profesionales del asunto como Luis Pastor o Javier Bergia, las veladas poéticas, las presentaciones o cualquier sarao subversivo que Moncho estaba siempre encantado de apadrinar.
Pero el verdadero encanto es que en los noventa aquel no era el modelo.Entonces ni estaba de moda ofrecer conciertos, charlas o conferencias, ni era siquiera rentable suponiendo que lo sea ahora. Como no era habitual que en un bar se escuchara a Benedetti y Viglietti, como se hacía entonces, aderezados con jazz y ópera. Una banda sonora con la que colorear unas paredes que a lo largo de 30 años se han convertido en un museo artístico y vital.
Para entonces ya se había formado un grupo de cantantes, tramoyistas, periodistas, poetas, camareros y otras gentes de mal vivir que montaron oficina en la calle del Sol 4 mientras la chavalería colaboraba para relanzar el local a base de masiva ingesta de los mejores mojitos de Santander. Eran ya los últimos noventa. O principios de siglo, quizá. La fórmula, la misma que se mantiene intacta hoy en día, con hierbabuena fresca y zumo recién exprimido. Sólo que entonces costaban 200 pesetas. Hora y media acodado en una de las mesas en una época en la que aún se podía fumar en los bares incluso sustancias que permiten comprender por un instante la teoría de cuerdas bastaba para entrar en una nueva dimensión.
Para entonces el Rvbicón era ya también el bar de las palomitas; el de las mesas de tablero de mármol y pie de máquina de coser. Moncho no había inventado nada; sencillamente le gustaba mucho viajar, casi tanto como vivir, y había ido copiando ideas para modelar su propio espacio. Por aquella época llegó de Salamanca un tipo barbudo, Vicente González Marcos, para más señas, que comenzó como cliente esporádico y se fue mimetizando con el ambiente hasta decidirse a recoger los trastos, dejar el mítico Rivendel salmantino y convertirse en socio de Moncho en 2000 para abrir la etapa más gloriosa del local, que vivía una época difícil.
Su llegada fue providencial: se echó el bar a la espalda cuando la enfermedad puso en jaque al viejo tabernero y a los cuatro días ya era uno más en la ciudad. Mucho más que uno más. De su trabajo y el de un grupo de camareros que se convirtieron en amigos nació una nueva etapa que al regreso de Moncho les permitió lavar la cara al viejo Rvbicón con lo que entonces parecía casi un anatema: un cierre de dos meses. Lo necesario para construir el vestíbulo, cambiar los servicios de lugar para aumentar el aforo e insonorizar el local, lo que permitió conseguir al fin la licencia de bar especial con un caro peaje: forrar las viejas vigas de madera que tanto carácter le daban. El local se puso entonces de moda y volvió a ser rentable, aunque tuvo que renunciar a los conciertos cuando el piñerismo emprendió su cruzada contra la cultura.
Se inauguró después la era moderna. Volvieron los conciertos y aún con los dos socios mano a mano el Rubi se convirtió poco a poco en una referencia nacional del jazz gracias a sus directos de los miércoles. Y el mundo de la cultura seguía parando por llí. Los Carlos Alcorta, mucho más ocasional que Vicente Gutiérrez, Alberto Santamaría, toda la corte de Absenta Poetas y la Revista Amberes, que de alguna manera pudo gestarse en una de sus mesas de mármol. Así fue creciendo su aura, que el novelista Javier Menéndez Llamazares, que va menos de lo que dice, pule periódicamente con mimo en las páginas de El Diario Montañés. Como tantos filósofos, músicos, artistas o dipsómanos vocacionales que convirtieron el bar en su oficina o en el salón de su casa. Allí donde a veces se arrastra al famosete de turno por la fama de local en el que tomar una copa sin que le molesten. Allí donde tomó mojitos Emir Kusturica, canta de incógnito Quique González y Marta San Miguel lleva a Luis García Montero. Allí donde un sector del Komintern cántabro se desplaza ocasionalmente de su base del Bolero al cuartel de invierno de la calle del Sol. Allí donde barruntaba columnas el maestro del periodismo Javier Ortiz y nunca estuvo Hemingway.
Un mal día Moncho, a quien la vida nunca trató bien claro que él a la vida también le dio lo suyo perdió la batalla que ni los grises ni el cáncer pudieron ganarle. Pero allí quedó Marcos, para sobreponerse a todo y reivindicar de nuevo su Rvbicón. Un local de culto y comprometido, como lo estuvo siempre, con la cultura, con sus clientes y, sobre todo, con la alegría.
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Ana del Castillo
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