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José Ahumada
Miércoles, 18 de febrero 2015, 07:43
Aunque nevó por la noche, en el pueblo solo subió un palmo de altura: son 57 centímetros donde se toma la medida. Recién amanecido, andaba la gente mirando una de las montañas que encajonan Tresviso, porque había al menos media docena de buitres dando vueltas por arriba, y enseguida comprendieron por qué: sobre la nieve estaba pintada una gran raya roja. Por la zona andan unos caballos comiendo lo que pueden, así que alguno se habrá despeñado.
Es difícil distinguir a los animales cuando están quietos entre las paredes de piedra que asoman entre la nieve, salvo que se sea de aquí. El caso es que la cuenta seguía saliendo. Eso quiere decir que una yegua -había dos preñadas- ha abortado. Por lo que explican, la naturaleza no se anda con chiquitas por este barrio: si pintan bastos hay que apostar por sobrevivir y lo paga la cría, en beneficio de los citados pajarracos y de un lobo o un mastín que fue a por lo que quedaba.
Sobre las once de la mañana avisaron de que la quitanieves de Asturias venía hacia acá. Había quedado averiada el día anterior poco más o menos donde dejaron la fresadora del pueblo, a unos cinco kilómetros. Javier Campo, el alcalde, cogió caminito pensando en ayudar en lo que se pudiese y despejar de una santa vez el acceso. Él no lo dice, pero en el pueblo hay quien tiene la sensación de que se les tiene un poco abandonados, que como dependen de los asturianos debe de tratarse de un acuerdo entre comunidades- parece que se deja esto para lo último.
Son dos horas de raquetas hasta llegar donde están trabajando. Cuando Javier contaba la noche toledana que pasó peleando con la ventisca para no quedar tapados, no ahorró elogios para todos los vecinos que estuvieron allí con él. En seis horas cayeron tres metros sobre la carretera y ellos, en vez de quedarse dentro, ayudaban a avanzar al vehículo mientras por detrás la nieve iba tapando el hueco que acababan de dejar. «Con gente así te puedes ir al fin del mundo. Cuando se complica no hay ninguno que empiece a jurar o a ponerse nervioso: hay que hacer esto y esto, y pam, pam, pam. Nadie levanta la voz y todos están serenos. Si hay que pasar por un sitio que hay un alud, primero pasa uno, luego otro, luego otro... y así no nos pilla a todos si ocurre algo». Con la lección aprendida, hacemos lo mismo cuando toca. Las avenidas de nieve se han llevado pendiente abajo las biondas -en realidad, travesaños de madera- y hasta han arrastrado avellanos que han arrancado de raíz.
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Ante un alud, lo único que se puede hacer es intentar correr y quitarse de en medio. Se oye como retumbar un trueno lejano antes de que la ladera se venga abajo. Los de nieve en polvo, que aquí llaman poverios, van como un rayo y no dan tiempo a nada. Cuando son cosas pequeñas, bolas que van cayendo, son zambascos. Más o menos los tienen localizados: suelen bajar siempre por los mismos sitios y solo tienen que fijarse en las zonas donde se acumula nieve para saber cuáles quedan por caer. Es verdad que este año, con tanta nieve, ha habido avalanchas nuevas o por canales por las que hacía tiempo que no se precipitaban.
Para cuando llegamos, la quitanieves ha debido de avanzar medio kilómetro. Dentro están José Antonio Lavín, maquinista, y José Luis Diego -«di que soy hermano de vuestro presidente»-, operario de Obras Públicas. Están aburridos de verlo todo blanco. «Llevamos días y días, y encima ayer tuvimos avería en la máquina». Los dos son de los alrededores. Su jornada empieza a las cinco y media de la mañana. A las ocho están tomando el café en Arriondas de Cabrales, donde se suben a un camión con cuña y salero hasta Sotres. Son las nueve cuando les dejan en la máquina, y volverán a recogerles cuando ya sea de noche. Para aguantar la tirada están armados con queso, chorizo, pan y un termo de café. «Aquí hacemos dieta cántabra, no mediterránea».
Es complicado hacer cálculos. Si todo marcha muy-muy bien, pueden avanzar un kilómetro a la hora, pero no es el caso: el espesor de la nieve va desde los dos metros hasta los tres y medio, más o menos, y por donde se ha desparramado toda la carga está mucho más duro y cuesta más. 200 o 300 metros por hora puede ser una previsión más ajustada. Hacemos cuentas fáciles: si son las dos de la tarde y todavía van por ahí, volveremos a dormir en Tresviso.
Javier se queda, a ver si estando él por ahí van un poco más ligeros. Está negro porque ya hace semanas que está recibiendo pedidos de queso que no puede servir, esto no avanza y en cualquier momento puede caer otra nevada y fastidiarlo todo otra vez.
De vuelta al pueblo hay que dar explicaciones de lo que se ha visto a los vecinos que, fieles a su costumbre, salen a pasear cada día por la carretera, sea invierno o verano y esté como esté. Los hombres van solos, las mujeres, juntas.
En el bar, todo sigue como lo habíamos dejado, igual que ayer y que el día anterior. No hay más clientela que los dueños, Feliciano y Miguel, los hermanos de Javier. El uno está con sus cosas del ordenador; el otro, sentado a la barra, callado y sin tomar nada. Ni siquiera mira la televisión, que está puesta a un volumen razonable para que no moleste.
El telediario
En Tresviso, o al menos en la taberna, se ven muchos documentales y alguna película, pero el programa estrella es el telediario. Lo que más interesa estos días es la información del tiempo, por si sale otra vez el pueblo. Las imágenes son siempre las mismas. Suben el volumen y se ríen de cómo cuentan las cosas a la tremenda, porque parece que les están echando comida como a pollos desde el helicóptero.
También siguen la actualidad: están pendientes de los líos de Argentina, porque hay parientes allá. Cuando salen los del Frente Islámico dispuestos a cortar la cabeza de una hilera de desdichados coptos, surge una conversación que gira más en torno a aspectos técnicos que morales. Se dice que los verdugos ya tienen práctica porque matan así a los corderos, un estilo totalmente diferente del de aquí. Feliciano explica con todo detalle cómo se agarra la tráquea del cabrito y se pincha por detrás la navaja, con el filo hacia abajo, hasta que asoma por el otro lado, por donde saldrá la sangre; después, con un giro de muñeca y de la hoja, se seccionan venas y arterias, «con cuidado de no cortar el esófago para que no se le salga la comida». El que es hábil encuentra el hueco entre las vértebras, busca la médula y -chasquido de lengua de Feliciano- el bicho ya no se menea. Hasta aquí da de sí el tema de los yihadistas. Justo hoy hay cabrito para cenar. Con un vaso de pacharán de serbal blanco se adormece la conciencia y uno se va caliente para la cama.
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