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Javier Menéndez Llamazares
Sábado, 11 de febrero 2017, 07:30
Más dura será la caída; esa velada amenaza parece ondear sobre la peripecia vital de Isabel Torres, quien lograra la hazaña de traspasar la más impenetrable de las fronteras, la del género, pero poco pudo hacer frente a los desastres de la guerra, que truncaría una carrera que se prometía brillantísima. "Morí en 1939", declararía en una entrevista, al final de su vida. Claro que con esa tajante esquela se refería a su muerte para la investigación básica, a la que confiaba dedicar el resto de su carrera, en lugar del mero trabajo aplicado de laboratorio.
Sola ante el peligro; suele darse por sentado que las mentalidades estaban cambiando en los años treinta, pero lo que realmente cambiaron fueron las actitudes de algunas personas. En concreto, de mujeres como Isabel Torres quien, tras pasar por la Residencia de Señoritas y una vez concluida su licenciatura en farmacia por la Universidad Central de Madrid, ni por asomo se planteaba "estar en una farmacia vendiendo botes". Había nacido en Cuenca en 1905, pero por entonces su familia vivía en Santander, así que solicitó incorporarse a la Casa de Salud Valdecilla, inaugurada el año anterior. Sería la única mujer entre setenta médicos y estudiantes de doctorado. Allí intentarían reconvertirla en dietista, una tarea considerada entonces más apropiada para su género, aunque en cierto modo también una disciplina menor. Sin embargo, lejos de desanimarse, con los datos nutricionales obtenidos elaboraría el Esquema Dietético Puyal-Torres, que analizaba la composición de los alimentos para equilibrar el consumo de grasas, hidratos y proteínas, y los resultados serían tan positivos que Valdecilla se publicitaría como "el único hospital público español que alimenta a sus pacientes de un modo científico".
Un lugar bajo el sol; eso necesitaba Torres, que había sido contratada por Valdecilla bajo diversas y extrañas fórmulas médico externo de guardia, personal de química, farmacéutica sin salario, pero nunca como alumna interna de la institución. Así que, tras doctorarse con un trabajo sobre la composición química de los alimentos y un paso fugaz por el Instituto de Patología Médica que dirigía Gregorio Marañón, a mediados de la década pondría rumbo hacia Alemania, becada por la Junta de Ampliación de Estudios. Allí trabajaría a las órdenes del premio Nobel Otto Meyerhof, para especializarse en el estudio de las vitaminas.
Los avances se había evaporado tras la guerra
Sin perdón; regresaría a España en 1939 para comprobar que todos los avances prometidos se habían evaporado tras la guerra. Exiliados sus valedores científicos, el campo de la investigación volvía a estar vedado para las mujeres. Debería conformarse con el Laboratorio Cántabro, una empresa farmacéutica que en la que llegaría a directora técnica.
Los trabajadores del laboratorio aseguraban que "controlaba todo el proceso. Los dosieres para registro de los medicamentos tenían que ir firmados por ella, que era la garante de que todos los productos cumplieran las normas y protocolos que la administración exigía". Allí desarrollaría junto al dueño del laboratorio el TorMol Torres y Molino, pues el empresario se llamaba Manuel Pérez del Molino, un potente cuajo para quesos que resultó un gran éxito comercial. Se jubilaría en 1966, y sus últimos años los pasaría junto a una sobrina en Granada, donde falleció en 1998.
Una mente maravillosa; demasiado para un trabajo que se limitaba al desarrollo de formulaciones, el control de calidad, los ensayos o las buenas prácticas de fabricación. Por mucho que la pagasen mil pesetas de sueldo en 1942, y que hubiera logrado ocupar un puesto directivo en una época en que sólo lo hacían varones, arrastraría toda su vida la frustración de su carrera truncada. Gracias a las investigaciones de Fernando Salmón, catedrático de Historia de la Ciencia, se ha conservado la memoria de una científica metódica y cuidadosa, muy influida por su estancia en Alemania: estaba suscrita a sus revistas científicas y escribía en alemán fichas y resúmenes de artículos. Era una persona "seria, constante, responsable y muy trabajadora; su forma de trabajo era germánica y hablaba perfectamente el alemán". A pesar de que vivía junto a su madre en la calle Isabel la Católica, de Santander, mantenía un estricto horario alemán.
Personaje escasamente conocido
De aquí a la eternidad; a pesar de que a Isabel Torres se le dedicó una de las calles más largas de Santander, y que su memoria la reivindica la Universidad de Cantabria con los galardones que llevan su nombre, sigue siendo un personaje escasamente conocido fuera del ámbito académico.
En 2004, la UC instituyó el Aula Interdisciplinar Isabel Torres, con el objetivo de "difundir los estudios de las mujeres y del género en la comunidad universitaria y en la sociedad cántabra". Entre otras actividades, bianualmente concede un premio con el mismo nombre, que reconoce "la originalidad, el valor y el rigor académico" de un trabajo de investigación. La biblioteca de la Universidad de Cantabria conserva en sus archivos el Fondo Isabel Torres, donado por su sobrina en 2015, y al que los investigadores pueden acceder desde junio de 2016.
En él se conserva principalmente documentación personal de los años treinta, como su correspondencia con destacados investigadores de la época, sus artículos científicos y la patente del cuajo que presentó en 1940.
Como homenaje, el 15 de junio de 2009 el Ayuntamiento de Santander puso su nombre a una de las calles del Parque Científico y Tecnológico.
En 2011, Sodercán concedió el premio Videominuto 1.0 al microdocumental Tecnología, innovación y futuro, de Virgilio Fernández, que repasa su trayectoria investigadora y profesional.
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