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JAVIER MENÉNDEZ LLAMAZARES
Sábado, 13 de mayo 2006, 02:00
Las segundas oportunidades son un género escaso, un material casi legendario que apenas florece en las películas románticas y en los lamentos de última hora, en esos «si hubiera» o «si hubiese» que produce la clarividencia de lo que ya no tiene arreglo. Como cuando, en el último examen, te preguntan por el único tema que no estudiaste, cuando la guardia civil te 'caza' a 141 kilómetros por hora o cuando se va a las nubes el penalti decisivo el último partido: «si hubiera», o «si no hubiera», claro. O ese desliz, ese lapsus línguae en el momento menos oportuno, que te cuesta un disgusto en la oficina o con tu pareja, por no tener «la lengua quieta», o a veces por tenerla, incluso; y ¿de qué sirven después las explicaciones? Porque entonces necesitamos muchas más palabras para tratar de reparar el daño que causaron unas pocas. Y es que el peligro está en ellas, en las palabras: son las que realmente hieren, y una vez pronunciadas ya no hay modo de enmendarlas.
Curiosamente, al escribirlas, si por un lado su efecto es permanente, por otro nos ofrecen esa rara avis que siempre añoramos: la segunda oportunidad.
En los momentos de gran tensión, o incluso de emoción desatada, podemos caer en la ira o en la euforia desmesurada; en esos casos suele ser mejor escribir que hablar. El mero acto físico de escribir es un tranquilizante eficaz, y un análisis sereno de nuestros pensamientos nos puede ahorrar un disgusto o el ridículo que suele acompañar a las celebraciones demasiado efusivas. Aparte, claro, de que igual no teníamos tanta razón. Sucede que, cuando hablamos, no hay pausa, ni marcha atrás; para agilizar la comunicación se sacrifica la sintaxis, el estilo y hasta el sentido, si es preciso. Sin embargo cuando escribimos podemos releer nuestros argumentos, hacerlos más comprensibles -o más incomprensibles, si tenemos la desgracia de ser abogados o políticos-, ajustarlos a las normas ortográficas y gramaticales, e incluso matizar los detalles.
Esta lectura de lo escrito, más que una oportunidad, es una obligación; sobre todo si el texto que redactamos va a leerlo alguien más. Las editoriales y los periódicos solían contar con expertos que revisaban la forma y el contenido de todo lo que había de darse a la imprenta: eran los correctores. Eran, sí, pues es un oficio obsoleto. La 'modernidad' ha ido arrinconando a estos profesionales, a los que las nuevas tecnologías han hecho "innecesarios".
Antiguamente, el procedimiento de impresión era muy laborioso y producía muchos errores: el redactor entregaba un texto que el cajista o el linotipista componían, muchas veces al dictado de un aprendiz. En la actualidad, el original se escribe directamente en un procesador de texto, y no es precisa la intervención "manual" de ningún operario. Se reducen las posibilidades de error y, sin embargo, las erratas no desaparecen.
Esta misma mañana, sin ir más lejos, hojeaba un diario local, y al llegar al editorial encuentro esta perla:
Las empresas, que tienen sedes socialistas en las mejores zonas de importantes ciudades españolas y que emplean a cientos de trabajadores con mas de 25 años de actividad a sus espaldas, no levantaron sospechar a nadie de la inseguridad que se escondía tras estos productos.
¿Qué ha ocurrido? ¿Acaso los famosos duendes que habitan las imprentas siguen haciendo de las suyas? No, más bien parece que resurge el antiguo «demonio del copista», un espíritu medieval que acechaba a los monjes mientras escribían, provocándoles somnolencia, además de molestos despistes.
Uno quiere escribir: «Eva hubo de llamar a la policía»; luego, como escribir en el ordenador es muy práctico, lo piensa mejor y sustituye: «tuvo que». Pulsa varias veces el borrador, teclea algunos caracteres, y en ese momento aparece el 'demonio' y lo que sale de la imprenta finalmente dice: «Eva tubo de llamar a la policía». Lo que se llama una "errata de libro". ¿Qué hacer en tal caso? Muy sencillo: echar la culpa a la imprenta.
¿Y las 'sedes socialistas' de las empresas? De eso no vamos a poder culpar a los esforzados obreros de las artes gráficas, por más que alguno no pueda disimular las tendencias revolucionarias. ¿Será que, con eso de las modas 'retro', vuelven el telón de acero y la economía planificada? ¿Tendremos un plan quinquenal y un 'koljós' en perspectiva? No, qué va: lo de las empresas 'rojas' es cosa de Gates. De Bill Gates, sí.
El magnate de la informática, el hombre más rico del mundo, el premio Príncipe de Asturias, es el verdadero culpable de estas erratas. ¿Por qué? Por el corrector del Word, por supuesto. Tú quieres escribir «mi vida» y al procesador no le parece bien y por su cuenta y riesgo escribe 'mórbida' sin que te enteres; luego, a vuelta de correo electrónico, tu novia te dice que va a dejar de serlo, porque total, «si ya te gustan las muertas ». ¿La culpa es de tanta serie de forenses en televisión? No, ha sido Bill Gates (al que, a propósito, el Word se empeña en llamar 'Hill' Gates). Entonces, si el corrector falla cual vulgar escopeta de feria, ¿por qué no lo desactivamos? Claro que, entonces, ¿quién sería el responsable de las erratas?
En fin, quizá lo mejor sería editarlo todo a lápiz, que no sólo ofrece una segunda, sino oportunidades ilimitadas. El magnate de la informática, el hombre más rico del mundo, el premio Príncipe de Asturias, es el verdadero culpable de las erratas. ¿Por qué? Por su corrector del Word, por supuesto
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