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JESÚS CABEZÓN ALONSO
Domingo, 21 de mayo 2006, 02:00
EN Berna, en 1961, pudo ser posible pero no lo fue. Con disimulada envidia habíamos visto pasar por delante de nuestros ojos y narices cómo el Madrid de Di Stefano se llevaba cinco Copas de Europa entre 1956 y 1960 y aquel día teníamos la ocasión de saborear el proclamarnos campeones de Europa. Pero el Benfica de Eusebio nos birló el triunfo en un 3-2. A los del Barca nos ocurre como a los seguidores de Curro Romero, que sabemos sufrir durante muchas tardes, porque en alguna llegará el triunfo y nos hemos acostumbrados a esperar.
Tuvimos que esperar muchos años para que en Sevilla, en 1986, nos volviéramos a encontrar de nuevo con el agrio y doloroso sabor de la derrota ante el Steaua de Bucarest. Eramos favoritos, pero perdimos en la tanda de penaltis.
Y llegó Wembley en 1992 y allí Koeman, uno de los elegidos, uno de los del dream team, con un maravilloso zapatazo nos alegró la vida a quienes habíamos aprendido a esperar y a sufrir y desde entonces pudimos decir que también nosotros habíamos ganado la Copa de Europa.
Llegó Atenas en 1994 y el Milán de Capello endosó cuatro goles a ese mismo equipo que nos había hecho felices dos años antes. De nuevo comenzamos a esperar y alguien me dijo entonces lo mismo que le gritaron un día a Curro Romero desde los tendidos de la Maestranza: «ya llegará el verano».
Hace algún tiempo escribí un artículo en el que al hacer profesión de fe de mi barcelonismo, comenté algo sobre la pasión futbolística y sobre cómo conviene distinguir entre «equipos de valores» y otros que podíamos llamar «equipos de territorio».
El Barca es un club de valores: un club que siempre ha representado la resistencia de la clase media frente a quienes se identificaban con la superioridad del poder impuesto, el progreso de la periferia frente a un centralismo devorador de inquietudes, una aproximación mayor a la quiebra de fronteras que a la racial defensa de la identidad local, un mayor aprecio por la tolerancia y una mayor vinculación con la cultura. Ya se sabe que los culés somos lo que somos.
Se que todo esto me lo discuten los madridistas más entusiastas, entre los que tengo buenos amigos que no entienden muy bien estas cosas que digo o escribo, pero yo sigo defendiendo que el fútbol sólo se entiende cuando a unos colores se vinculan valores que se expresan en sentimientos y pasiones que te hacen feliz o desgraciado. Porque hay clubes que, en este mundo global y mediático, todavía siguen representando valores, y entonces, el fútbol merece la pena. Por ello el Barca sigue siendo algo más que un club.
Si un club se entiende tan solo como una Sociedad Anónima que puede gestionarse desde la generosidad que proporciona un presupuesto ajeno o desde una chequera que espera compensaciones, algo falla. En esos casos es complicado identificarse con el club, salvo por lo que pueda representar de relación con una historia local. En esos casos la identidad aparece maltrecha y la afición pierde entusiasmos. La afición de un club necesita identificarse con unos valores, unos valores que circulan de generación en generación y forman el mejor patrimonio de un club. Esos valores no se improvisan, no son el producto de unas declaraciones o de una campaña de publicidad impuesta por la coyuntura.
Los culés hemos tenido que esperar otros doce años para que volviéramos a sufrir y a soñar. Esta vez ha sido en Saint Denis, un santo que al parecer le cortaron la cabeza los romanos, pero él, que era muy suyo, ni corto ni perezoso cogió su cabeza debajo del brazo y se echó a andar como si tal cosa, imagino que buscando a algún otro santo como él que le arreglara aquel desaguisado. Fue el primer obispo de París.
No me pareció que fuera un santo de fiar, y en la tarde-noche del pasado día 17 de mayo de 2006 preferí acudir a Santo Toribio que es algo más cercano y más discreto y que estoy seguro que entendería mis súplicas milagreras aunque procedieran de un agnóstico. Santo Toribio es santo de confianza para estas cosas.
Esta vez sí podíamos repetir faena. Los culés somos gente que sabemos disfrutar de un título porque nos cuesta años conseguir el siguiente. En París, el pasado 17 de mayo, hemos saldado algunas cuentas pendientes con nuestro propio pasado y, esa noche, demostramos que algo habíamos aprendido cuando el año pasado nos eliminó el Chelsea de la Copa de Europa (perdón por la denominación antigua).
Frank Rijkaard, Ten Cate y Eusebio nos hicieron sufrir en París, pero confiábamos en el fútbol alegre, creativo y arriesgado del Barca. Ese fútbol que lo han hecho posible el carácter de Puyol o de Márquez, la fuerza mental de Víctor Valdés, el juego bonito de Ronaldinho, la profesionalidad de Larsson, el juego directo de Messi, la sabiduría de Iniesta y Xavi, el hambre de gol de Eto'o, la resolución de Giuly, la fuerza de Edmilson, el temple de Oleguer... y el maravilloso gol de Belletti a quien los dioses guarden muchos años.
Nos hicieron sufrir, pero ha merecido la pena esperar que se terminara imponiendo el encanto del riesgo y la fortaleza de la pasión. Ellos nos hicieron felices, porque siempre recordaremos esta noche en la que los que representabais al Barca en el césped nos hicisteis sentirnos orgullosos de ser campeones de Europa, de ser el mejor equipo de fútbol de Europa, de seguir creyendo en un club, que porque representa determinados valores, merece la pena poner en él pasión y sentimiento.
Gracias Barca. Es duro esperar, pero ha merecido la pena llegar hasta París.
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