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LUCÍA PALACIOS
Domingo, 16 de julio 2006, 02:51
Hay heridas que no se curan, como son las ocasionadas por la Guerra Civil española, en la que puede decirse que todos salieron perdedores. Por el Santander actual todavía es posible encontrarse ciertas huellas de aquella etapa cruenta de la historia, que dejó miles de víctimas.
Durante aquellos tiempos de la guerra, el ambiente que se respiraba en la región era de total tensión y crispación: se realizaban registros domiciliarios, requisas, robos de automóviles, detenciones continuas... La estructura de poder trataba de organizarse y se adoptaban medidas para proteger a la población. La cárcel y el barco Alfonso Pérez se llenaron con hombres de derechas, a la vez que se abrían cuatro comedores populares y se habilitaban varios hospitales. Asimismo, ante el temor de bombardeos nacionales, se hicieron una serie de refugios antiaéreos, donde los ciudadanos se concentraban para protegerse de las bombas que tiraban desde los aviones.
En los refugios había dos o tres encargados de turno, que eran los que los abrían y cerraban, así como organizaban. Existían una serie de normas para que todo transcurriera con normalidad, como por ejemplo entrar primero los niños y los ancianos y no llevar comida. Los avisos estaban 'institucionalizados': primero, un pitido largo de sirena, el de simple alerta; y, seguidamente (en caso de ser necesario), tres señales cortas con intervalos de silencio: peligro inminente. Entonces la gente ya sabía lo que tenía que hacer: acudir con rapidez al refugio más cercano y permanecer allí hasta que el peligro desapareciera, es decir, cuando se emitían cuatro largas señales. Como es de entender, las escenas de pánico se sucedían por doquier.
Un cruel bombardeo
Pero de bien poco sirvieron las prevenciones adoptadas para acoger a la gente en caso de bombardeos de la aviación franquista, tales como habilitar con sacos terreros los arcos de Botín, abrir la iglesia del Cristo, el túnel de Tetuán y los sótanos de comercios y casas céntricas.
Poco después del mediodía del soleado y primaveral domingo 27 de diciembre de 1936, sonaron las sirenas avisando de la presencia de aviones enemigos. Tras cruzar la cordillera por El Escudo, desde la mar y por La Maruca, entraron 18 aparatos, la mitad trimotores Junkers Ju-52 de bombardeo y la otra mitad biplanos de caza Heinkel He-51. La primera y más terrible descarga cayó sobre el Barrio Obrero del Rey, a cuyos vecinos que huían despavoridos por los prados del Alta ametrallaron los cazas con saña. Durante diez minutos no cesó el bombardeo y las ametralladoras de los aviones tableteaban sin cesar. El balance fue dantesco: murieron 68 personas y otras tantas quedaron heridas.
Pero la venganza fue incluso peor: al día siguiente, la gente, encolerizada, se lanzó contra el barco prisión Alfonso Pérez, amarrado en la dársena de Maliaño, y comenzó una masacre en la que murieron 155 señalados presos; a otros seis les llevaron al paredón de Ciriego, donde fueron fusilados.
Este bombardeo hizo cambiar el plan de refugios: hasta ese momento -explica el investigador José María Alonso del Val- sólo había veinte, y en poco tiempo se duplicó su construcción.
En los ocho meses más que duró la guerra en Santander hubo otros siete u ocho bombardeos, pero ninguno de tal magnitud.
Afortunadamente, la guerra terminó. Pero los recuerdos de aquel horror no quedan sólo en la memoria de las gentes, sino que las calles de Santander todavía conservan visibles algunas de las entradas (tapiadas) de los refugios antiaéreos. Hace menos de un mes, durante las obras de la Plaza del Príncipe, se descubrió otro nuevo refugio, de más de cien metros, así como las escaleras de acceso. El alcalde de la capital, Gonzalo Piñeiro, se ha mostrado dispuesto a investigar e incluso a plantearse la posibilidad de organizar visitas guiadas en el futuro. Sin duda supondría una buena forma de conocer algo más de nuestra historia, aunque sea dura.
*Agradecemos la colaboración prestada por el investigador José María Alonso del Val.
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