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RAMÓN TEJA
Domingo, 5 de noviembre 2006, 01:59
«Es de todas mis obras la más solicitada, aunque no ciertamente la que más estimo», esto decía M. Menéndez Pelayo de su Historia de los heterodoxos españoles en el Prólogo a su segunda edición de 1910. D. Marcelino no indica el motivo de su poco aprecio por la obra que le ha hecho más famoso en España y, sobre todo, en el resto del mundo: quizá porque la consideraba una obra juvenil e inmadura; tanto es así, que, cuando treinta años después se le propuso hacer una reedición, se negó aduciendo que hubiera sido preciso escribir una obra nueva y se limitó a añadir algunas notas complementarias. Y tenía razón al pensar de esta manera pues, como él mismo dijo, y en ello coincidimos todos los historiadores, «nada envejece tan pronto como un libro de historia».
Si esto es aplicable a todo tipo de historia, lo es mucho más a la historia de la Iglesia y del Cristianismo en general en la segunda mitad del siglo XIX, es decir, entre la fecha en que Menéndez Pelayo terminó sus Heterodoxos, en 1877, y 1910 cuando escribió el Prólogo a su segunda edición. Nuestro gran polígrafo era plenamente consciente de los enormes avances que en estos años había experimentado la crítica histórica aplicada a los estudios del cristianismo, especialmente en Francia, Inglaterra y Alemania, y no se sentía ya con fuerzas - moriría dos años después - para reescribir o actualizar su texto.
Es evidente que, leída ciento treinta años después, la Historia de los heterodoxos es una obra superada desde el punto de vista histórico, pero hay que juzgarla como un magnífico testimonio del genio de Menéndez Pelayo, en especial si se tiene presente el páramo que constituía en su época la ciencia española en general, y la historia en particular. Por ello, no puede uno sino admirarle y convenir en que se trata de una obra única y sorprendente, por muchos motivos. En primer lugar por su precocidad: terminada cuando contaba con sólo veintiún años, parece increíble que a esa edad el autor hubiese acumulado tanta erudición y tanta capacidad de crítica. En segundo lugar, por el ambiente en que fue escrita: él mismo dice, refiriéndose a la Universidad de su época, que «la enseñanza era pura farsa, un convenio tácito entre maestros y discípulos, fundado en la mutua ignorancia, dejadez y abandono casi criminal». Aplicado esto a la historia de la Iglesia, él mismo manifiesta también: «Otras ramas del saber histórico parecen durante la mayor parte del siglo XIX mustias y secas. Ninguna tanto como la historia eclesiástica, cuya postración y abatimiento sería indicio suficiente, si tantos otros no tuviéramos, del triste punto a que ha llegado la conciencia religiosa de nuestro pueblo».
Estas circunstancias que rodearon su composición hacen más admirable la Historia de los heterodoxos de M. Menéndez Pelayo. Hoy en día es difícil compartir la mayor parte de sus ideas y planteamientos históricos, entre otras razones, porque soy de la opinión de que la obra nació en un mal momento para que se convirtiese en una «adquisición para siempre», la aspiración de Tucídides cuando escribió su Historia. La primera circunstancia es que el XIX fue el siglo de los grandes avances en la historiografía positivista europea. Y, aunque Menéndez Pelayo había disfrutado de unas cortas estancias en Italia y Bélgica, le resultaba casi imposible estar al tanto de la historia que se hacía entonces en Europa (aunque admirará profundamente, y con motivo, a los grandes historiadores católicos de la época, como Dolinguer y Duchesne). En segundo lugar, y lo considero más importante, porque pocos años antes, en 1864, el papa Pío IX había hecho el más duro ataque en la historia de la Iglesia contra todos los logros de la Modernidad: me refiero a la encíclica Quanta cura y al famoso Syllabus o enumeración de los «errores modernos»: el racionalismo, el liberalismo, la libertad de conciencia, de religión, de prensa, etc., todo lo cual determinó que una enorme cantidad de obras históricas y literarias fuesen cayendo en el Indice o lista de libros prohibidos.
Menéndez Pelayo era, e intentó seguir siendo toda su vida, un católico fiel a la doctrina de la Iglesia: «hijo sumiso de la Iglesia», como él mismo se declara. Los heterodoxos es mucho más de lo que su título indica, es una verdadera historia de la Iglesia española desde los orígenes hasta 1876, fecha en que se aprobó en España la ley de libertad religiosa o de cultos que él lamenta y rechaza.
Por ello se vio sumido en una profunda contradicción de la que nunca se liberó totalmente: el intento de hacer compatible una concepción moderna y racional de la historia con sus ideas y sentimientos religiosos y su deseo de no apartarse del magisterio eclesiástico.
Esto no impide que sigamos considerando esta obra como un monumento de la historiografía española del siglo XIX y que nos siga cautivando su magnífico estilo literario: no se le concedió el Premio Nobel de literatura para el que fue propuesto en 1905, pero tuvo más méritos que otros que sí lo lograron, como el dramaturgo José Echegaray en 1904, o incluso el gran historiador de Roma, el alemán Theodor Mommsen, al que se le había concedido en 1902.
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