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Las tripas de Prieto

FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR

Lunes, 13 de noviembre 2006, 01:50

Murió en México, pensando en su ciudad, Bilbao, la ciudad donde muy recientemente la ministra de Fomento ha dado su nombre a una estación de tren, la ciudad donde vivió, creció como periodista y se abrió al mundo de la política, que le vio conquistar la tribuna de diputado y repetir una y otra y otra vez que la libertad era la base esencial del socialismo.

Hablo de Indalecio Prieto: una sombra del Bilbao unamunesco, del Bilbao de la Bolsa y del hierro, del plomo de la imprenta y el horno de las fábricas, de las tertulias del Lyon DOr y las charlas de la Sociedad El Sitio, aquel Bilbao que cantó el poeta Ramón de Basterra y que el novelista Blasco Ibáñez, paladeando tensiones, retrató en las páginas de El intruso.

Hablo de Indalecio Prieto: un político que cometió errores, algunos de ellos gravísimos, alguno de ellos asumidos como culpa, como pecado: «Me declaro culpable ante mi conciencia, ante el Partido Socialista y ante España entera, de mi participación en el movimiento revolucionario de octubre de 1934...» Que sufrió derrotas, alguna de ellas devastadoras, y que, a pesar de éstas y aquellos, dejó labrada su propia estatua. Como escribiera el conservador Miguel Maura: «No dude nadie que la figura de Indalecio Prieto será respetada por los españoles de mañana, más, mucho más, que la de tantos y tantos falsos santones de la España de los años de la autocracia».

Siempre me han conmovido sus años finales: un hombre que se va muriendo en el destierro, que de vez en cuando acude al aeropuerto de Ciudad de México para observar los aviones que llegan de España. Eran, por supuesto, otros tiempos: un socialista bilbaíno -ovetense de Bilbao- todavía podía prestar corazón y voz al sentimiento, o la palabra, España, sin temor a ruborizarse ni imaginar que, al hacerlo, quedaría transformado en un furibundo tradicionalista.

Hoy, que estamos en días de memoria histórica, que se recobra la República a medias para que cada uno pueda esculpir su Ángel, el modesto homenaje que el Gobierno ha querido tributar a Indalecio Prieto me ha recordado un viejo y querido discurso que aquel socialista con alma liberal dio en Bilbao el 3 de mayo de 1930: Deberes de la democracia vascongada en el presente momento histórico.

Leer esta conferencia a medio labrar, directa, que Prieto desconocía si sería prohibida o no por una Monarquía que se derrumbaba, es penetrar en una ciudad que ya no existe y en la sombra de una batalla a veces ignorada. Toda una época convulsa resuena allí: la esperanza democratizadora de 1917, los cambalaches de Cambó con el Rey, la desazón ante la postura de Largo Caballero después del golpe de Estado de 1923 -el mal llamado Lenin español había dado su abrazo sindical al general Primo de Rivera-, la ambigüedad de los nacionalistas vascos ante aquella dictadura, la descomposición del viejo liberalismo bilbaíno y la ya cercana soledad de Alfonso XIII, anticipada en los aplausos que cierran las últimas palabras de don Indalecio:

«El absolutismo ha perdido su patronímico. Ya no existe el carlismo: murió don Carlos. Hoy el absolutismo es el alfonsismo, y frente al alfonsismo debe estar el espíritu liberal de la Sociedad El Sitio y de todos los liberales que en ella tienen su hogar...»

También vibra allí lo que, respecto a regionalistas y nacionalistas periféricos, fue el pensamiento del socialista que fraguó con José Antonio Aguirre el primer Estatuto: «Con una posición regionalista que signifique sinceramente la incorporación a la legislación española de las aspiraciones autonómicas, por mi parte no hay ninguna vacilación; pero yo vacilaré si determinados hombres explotan y amenazan con esas aspiraciones para ejercer lo que tiene toda la figura de un chantaje».

¿Por qué traer aquí estas palabras? ¿Por qué volver a Prieto, se dirá, habiendo tantas cuestiones más urgentes que son de orden práctico? Quizá porque a don Indalecio le sobran las farsas elogiosas y el mejor homenaje que puede brindársele es leer sus pasos de carne y hueso, repasar sus artículos y discursos, y descubrir su espíritu liberal, su coraje político. Y, además, es preciso volver sobre lo que representa su figura en el País Vasco. Porque no hay cuestión más urgente, ya que por paradójico que parezca, lo que están completando hoy sus supuestos albaceas políticos es el desguace de lo mejor y más vivo de su legado: su compromiso con la libertad, su clara idea de España y del Estado, su coherencia y desprecio del cinismo, su rechazo por igual de la mentira y la debilidad, su convicción de que hay veces, épocas enteras, en que sólo se puede hacer una política anterior a la política, porque de lo que se trata es de crear las condiciones para que la política sea posible.

Todo ese patrimonio cívico que dio respiración al socialismo histórico en el País Vasco, y que los Patxi López y los Eguiguren -con la cremosa sonrisa de Zapatero al fondo- han reemplazado por un eclecticismo que les permite girar bruscamente de posición, borrar postulados, dejar desvaídos ciertos valores, cada vez más borrosos, cada vez más desiertos entre sus filas. Cambio de bandera fundado en el error de que el nacionalismo vasco es asimilable al catalán y de que el problema vasco puede tratarse a la catalana. Cambio de rumbo que ha desmoralizado a muchos de los que se sublevaron contra quienes -bien por medio de los crímenes, bien al socaire de ellos- reforzaban el nacionalismo obligatorio en el País Vasco... contra la resignación de que el único camino a seguir en esta tierra, el único discurso, fuera el de un Gibraltar etnicista, mutación del vaticanista que por los años treinta removió las tripas de Prieto.

Tampoco hay que ver genialidad maquiavélica donde no la hay. Porque Zapatero, Patxi López, y ese personaje de novela negra en que parece haberse convertido Eguiguren, no viven en el delirio de la conspiración ni son dobles del traidor conde don Julián. Lo que, por el contrario, sí que revelan sus actos y declaraciones es un relativismo que traga, como democráticos, proyectos fundados en la prevalencia política de una comunidad particular (por sangre, por lengua...) sobre la comunidad general de la ciudadanía. Lo suyo, en fin, es un relativismo marxista, pero no por Karl sino por Groucho Marx. Como en aquel gag en que Groucho se presentaba ante un grupo de hombres poderosos, diciéndoles, «Estos son mis principios, y si no les gustan tengo otros», Zapatero y Patxi López han inventado, en poco más de un año, nada menos que el modo de reunirse y no reunirse con representantes de ETA; de hablar en una mesa a puerta cerrada con la ilegal Batasuna y de no hablar; de dar a entender que Otegi y compañía son unos fanáticos que justifican el asesinato y de que no lo son; de decir que la meta a conseguir es el disfrute sin coacciones ni amenazas de las garantías constitucionales vigentes en nuestro Estado de Derecho y de sugerir, al mismo tiempo, que para acabar con el terrorismo hay que inventar algo distinto a la violencia pero también distinto a la legalidad constitucional; de que el Ministerio fiscal dicta sus disposiciones en función de una próxima negociación y de que no es así; y, en fin, que se intentará todo lo legalmente posible porque los presos etarras cumplan sus condenas y queno se intentará.

«Todo lo que hemos hecho y hacemos es para avanzar hacia la paz», explicó Patxi López después de reunirse y no reunirse con Batasuna. Como si la voz ¿paz! ¿paz! no fuera ya una quemadura para muchas víctimas que aún se preguntan qué guerra es esa en la que los asesinados y los perseguidos y los exiliados pertenecen a uno sólo de los supuestos bandos. Como si, además, la paz no fuera una noción oscura. Cualquiera que haya viajado por la historia sabe que la hay de varias clases. La que se pactó en Múnich con Hitler, la que reinó después de Yalta y Postdam en Europa del Este, y aquella otra, tan cara a Besteiro, que se opone a la justicia y de la que hoy se escribe con tanta ira retrospectiva.

Lástima que en estos moments se hable mucho de paz y tan poco de libertad. Lástima que ocurra así, porque hablar de libertad en el País Vasco monopolizado por el nacionalismo no es ni una pedantería ni una retórica, porque muchos sentimos una gran nostalgia de ella, porque, además, no es la paz lo que refuerza la libertad, como algunos se empeñan en decir, sino la libertad la que da a la paz su certeza, y su justicia. ... Tampoco hay que ver genialidad maquiavélica donde no hay. Porque Zapatero, Patxi López, y ese personaje de novela negra en que parece haberse convertido Eguiguren, no viven en el delirio de la conspiración ni son dobles del traidor conde don Julián...

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