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FERNANDO LLORENTE
Miércoles, 21 de febrero 2007, 01:59
Al igual que el año pasado, por estas mismas fechas, escribo sentado sobre la alfombra que cubre el suelo de una jaima, la de Maima, directora de la Escuela de Mujeres en Dajla, uno de los cinco campos de refugiados saharauis en Tinduf (Argelia). He llegado aquí hace 10 días. En las próximas semanas visitaré las demás wilayas, con el fin de hacer un libro, uno más sobre la realidad saharaui. Pero antes tendré la oportunidad de asistir, junto a la delegación que se trasladará desde Cantabria, a los actos conmemorativos del 31 aniversario de la proclamación de la RASD, el 27 de febrero de 1976, un día antes de que el Gobierno español retirará el último soldado de un territorio que, a pesar de las apariencias, sigue bajo la responsabilidad de España, por más que no la asuma como tal. La conmemoración tendrá lugar en Tifariti, enclavamiento militar en los territorios liberados por los combatientes saharauis en el transcurso de una guerra a la que España les abocó contra el invasor, Marruecos, entre 1976 y 1991, en que se estableció un alto el fuego, bajo los inútiles auspicios de la ONU.
En todos los campamentos se están llevando a cabo los preparativos para el acontecimiento: se desmontan jaimas, que serán transportadas hasta Tifariti, y allí serán levantadas para acoger a todas las delegaciones, ya que, además de la Maratón -un cántabro la ganó en la edición de 2006-, se celebrará una conferencia internacional. Una más, y van tantas como años se viene manteniendo una situación, la del pueblo saharaui, que se sostiene en la injusticia y la ilegalidad, vicios en los que se empecinan los gobiernos de España, que sucedieron a aquel estertor franquista, uno de cuyos alientos fétidos fue el abandono de todo un pueblo, el saharaui, a los rigores de la porción más inhóspita del desierto del Sahara, la Hamada argelina.
Paso buena parte de los días escuchando a hombres y mujeres, que sufrieron la traición de aquel Gobierno español, seguida de un éxodo que sembró la arena de muertos y roció el aire de desaparecidos. Mailima Salec, una mujer que fue protagonista de la liberación de la ciudad de Smara en 1979, me dice, con sobrecogedora serenidad, que la ferocidad con la que el ejército marroquí ejecutó sus acciones criminales, «no es la de alguien que sepa algo sobre los derechos humanos ni de alguien que sepa algo sobre la religión islámica».
Con la misma saña, hoy, reprime y tortura la policía marroquí a los saharauis que viven en las ciudades ocupadas del Sahara Occidental. Su delito consiste en ser saharauis, con los agravantes de expresarlo pacíficamente en las calles que son suyas, al tiempo que exigen la retirada de las fuerzas de represión y que el Gobierno español cumpla con la legalidad contenida en el Derecho Internacional en materia de descolonización, conculcada tenazmente desde hace 31 años, y que reclama a otros Estados, al israelí, por ejemplo.
Al Gobierno español -no confundir con la sociedad española, una gran parte de la cual reclama la asunción de responsabilidades y la recomposición, conforme a la legalidad y la justicia, de un destrozo histórico- no le faltan cómplices más poderosos que él, y que le tienen cogido por los huevos, dicho sea así para que todos lo entiendan. Es así como la llamada comunidad internacional viene sometiendo a los saharauis refugiados en los campos de Tinduf a un «cerco de hambre»,así lo llaman los saharauis, porque así lo sienten. Los envíos con ayuda humanitaria, alimentos y medicamentos han sido drásticamente disminuidos. Los almacenes de la Media Luna Roja Saharaui están desabastecidos. Alguna luminaria, ciega de desconocimiento culpable, ha decidido que son 96.000 los saharauis refugiados, y no los casi 200.000 reales.
Pero esa obcecación por doblegar el ansia de justicia del pueblo saharaui se está topando con un muro más consistente que el levantado por Marruecos a lo largo de 2.500 kilómetros, y que separa a los saharauis que viven bajo las botas antipersonal del ejército marroquí, en los territorios ocupados, y los que sufren el hostigamiento por el hambre en los campos de refugiados, realidad que en sí misma constituye un atentado contra los derechos humanos..
Y es más consistente este muro porque está construido con los materiales de la solidaridad y de la dignidad, virtudes de las que el pequeño-gran pueblo saharaui da ejemplo al mundo. Son la solidaridad, por la que se reparte la escasez entre propios, y la dignidad con la que se comparte con quienes, extraños, les miran con ojos amigos, los cimientos de la resistencia del pueblo saharaui. Esa resistencia que desde hace 31 años viene sorprendiendo a los reinos de España y de Marruecos, primos hermanos, al parecer, a los que les ha salido la oveja negra del pueblo saharaui, y sólo porque sufre en silencio, existe con dignidad y resiste con esperanza.
Nayem Chej Fneidu, viejo combatiente -no muchos más de 50 años- en los atropellos de Angala, me decía hace pocos días, en torno a las acogedoras brasas que calientan el agua para el té compartido y animan la conversación, que el pueblo saharaui no juzgará al Estado español, que «ese juicio le corresponde a la historia». Y yo pensé: esa historia que ha condenado sin juicio al pueblo saharaui a 31 años sin historia, actuando España como fiscal, asistido por una cohorte de poderosos pasantes. La policía marroquí reprime y tortura hoy a los saharauis que viven en las ciudades ocupadas del Sahara Occidental. Su delito consiste en ser saharauis y expresarlo pacíficamente
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