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BARQUERITO
Lunes, 5 de marzo 2007, 01:40
Al abrirse el portón de cuadrillas y asomar en solitario Ortega Cano de luto riguroso -de negro y azabache-, la ovación fue larga y cerrada. Luego aparecieron las cuadrillas. En gesto insólito, Ferrera y Ponce le estrecharon la mano antes de empezar el paseíllo. Como se esperaba, uno y otro le brindaron el primer toro de sus lotes. Según estaba anunciado, Ortega se fue a los medios para brindar al cielo la muerte del toro de la reaparición. El brindis iba por su difunta esposa, Rocío Jurado. El gesto se acogió con otra ovación prolongada, muy cerrada. La mayor de la tarde.
Una tarde, por cierto, muy desapacible. Llovió a chispitas mientras Ortega sufría con el toro del regreso. No se contaba con que fuera a salir tan astifino. Prudente, Ortega tanteó en largas pruebas sin estirarse, le pegó al toro muchas voces y no llegó a confiarse. Despegado, nervioso, mal colocado, más falto de sitio de lo esperado, movidos los pies pero sin reflejos las piernas. Un pinchazo, una estocada ladeada y tres descabellos. La desilusión se dejó sentir. Se guardó un silencio condescendiente.
Su segundo, cuarto de la tarde, era del hierro de Núñez del Cuvillo. Negro lustroso, gordito, bien hecho, astifino, muy en la línea Osborne de la ganadería, que suele dar calidad. El toro fue como bálsamo para una herida.
Aunque el firme remojado no invitaba a confianzas, Ortega volvió a tener el detalle de salir a parar el toro. Lo hizo sin apenas compostura, pero en el quite, después de un duro puyazo trasero y dos enterradas de pitones del toro, repitió a la verónica con dos lances muy airosos, de clásico acento. Vigilados desde demasiado cerca por los banderilleros de la cuadrilla. Ortega brindó este toro a Curro Romero, que estaba en una barrera y parecía parte de la película. De largo llamó al toro Ortega casi en los medios y, sin disimular el esfuerzo, le aguantó el primer embroque, vació el viaje y tomó aire. La fijeza tan tenue y clara del toro dio a Ortega alas. Al cuarto muletazo, decidió descalzarse. Al quinto estaba más o menos enfadado. Y templado, en la media altura, sin perderle la cara al toro nunca, dibujó, sueltos siempre, pases de no mal ritmo, excesivamente voceados por él mismo. Con las dos manos, espaciados. Desordenado trasteo, pero con golpes de desgarro. Cuando iba a romper en algo, el toro se vino abajo y se echó. Lo levantaron. Había dejado de llover y hubo clamorcitos en el tendido de sol más próximo al escenario del trasteo. Ortega se prodigó en gestos para el público. Luego, se perfiló por derecho y cobró una estocada entera de rápido efecto. Mientras agonizaba el toro, Ortega se le desplantó de rodillas. Una oreja y petición ruidosa de la segunda. El palco no se atrevió a tanto. La vuelta al ruedo fue de las de pararse en todos los pueblos del camino.
La corrida de Cuvillo dio, además de esos dos toros tan distintos de Ortega, uno de mucha alegría, el sexto, que embistió pese a haberse lesionado severamente un tendón y acusarlo; otro con movilidad pero sin clase, el tercero; y dos más que ni carne ni pescado, que entraron juntos en el lote de Ponce; éste aburrió a capotazos a los dos, pero sin pegar a ninguno un lance en serio. Ferrera, revoltoso como siempre, hizo en banderillas sus personales maravillas, algo pasado de velocidad y sin mayor rigor.
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