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MERCEDES GALLEGO
Martes, 26 de junio 2007, 11:03
Es frío y calculador, con una capacidad sobrehumana para el trabajo. A las 4.30 de la madrugada ya está de pie leyendo informes. Nadie le recuerda un cambio de expresión en ese 11-S del 2001, mientras veía en directo desde el búnker de la Casa Blanca cómo se derrumbaban las Torres Gemelas con miles de personas dentro. Mientras dos agentes de los servicios secretos lo agarraban apresuradamente por cada brazo para llevárselo a una ubicación secreta, el vicepresidente Dick Cheney ya estaba pensando cuáles serían las claves legales para esta guerra contra el terrorismo que habría de burlar la legalidad internacional.
La influencia del vicepresidente más poderoso que haya tenido EE. UU. ha sido siempre presupuesta, pero hasta ahora nadie la había documentado, quizás por la dificultad que presenta el escurridizo personaje, tan dado al secretismo. Para mostrar su papel de ideólogo de las políticas más controvertidas del gobierno de George W. Bush, el diario 'The Washington Post' ha entrevistado a más de 200 personas que han trabajado a su alrededor, y lo está publicando estos días en una extensa serie que comenzó el domingo.
El 11-S, cuando Bush seguía en paradero desconocido y el país estaba desconcertado, Cheney reunió en la Casa Blanca a un grupo de expertos legales de su confianza con los que habría de diseñar el limbo legal de la guerra contra el terrorismo. Con ellos, Cheney redactaría propuestas legales que el presidente firmó sin que pasaran siquiera por sus asesores.
Una de ellas sería la decisión de que los detenidos fuera del país no pasaran por ningún tribunal civil, sino por las comisiones militares, algo que presentó a Bush en privado dos meses después de los atentados. El secretario de Estado Collin Powell se enteró a través de la CNN. La consejera de Seguridad Nacional Condoleezza Rice tuvo que mandar a uno de sus ayudantes a enterarse.
El secretismo se repetiría con decisiones como la de permitir que la CIA y el Ejército cruzarán la definición internacional de tortura de la ONU para extraer información en los interrogatorios. Bush recibió esa propuesta en enero del 2002 en una carpeta azul que Cheney le entregó personalmente y se llevó consigo hasta el día de la firma. La Convención de Ginebra volvía a quedar en la cuneta.
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