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PAULINO LAGUILLO GARCÍA-BÁRCENA
Martes, 3 de julio 2007, 02:55
Si obligación ineludible es para los hijos de todo pueblo o país defender su honor a ultranza siempre que por algún motivo sea mancillado, resulta muy evidente también que se hará con la mayor vehemencia cuando las raíces en la tierra que se defiende son de siglos y siglos o incluso de siempre.
Exactamente y bajo tal condición es lo que buscan estas líneas, saliendo al paso y rechazando de la forma más contundente lo escrito en 1858 por un conocido literato español en relación a la vida y a las gentes del Valle de Buelna en aquella época, una descripción quizás hasta ahora bastante desconocida aquí.
En el programa oficial de las fiestas patronales de San Juan que acaban de celebrarse en Los Corrales de Buelna fue insertado un extracto de la obra Viajes por España, de Pedro Antonio de Alarcón, donde el autor va recreándose durante sus estancia en esta localidad durante algunos días de agosto del citado año 1858, contándole a un amigo de Madrid lo que aquí acontecía. Comienza el novelista con un canto al valle, muy acorde con los días festivos que se han vivido y también muy propio de cualquier pregonero con este motivo. Hace su descripción geográfica en el corazón de las montañas de Santander. Va citando los edificios más significativos y las casas diseminadas con sus huertas y árboles frutales. Los portales llenos de vacas y un paraje pintoresco. Liebres y perdices a la puerta de casa. Jabalíes y osos, corzos y venados, en los montes muy cercanos. Anguilas, truchas y exquisitos salmones en el rio Besaya. Mil variedades de rosas y miltros silvestres en la pródiga naturaleza, con enredaderas, amapolas, lirios, madreselvas, violetas y jazmines; encontrándose plantas de todos los climas, incluso el té y el tabaco, con tan solo trepar al monte de Las Caldas. Si se buscan frutos, le dice a su amigo, el delicado griñon, que él no conoce; pavías, uvas, peras de manteca, manzanas, nueces, avellanas, castañas, membrillos, melocotones... Continua con tan excelso canto al valle y llega a su especialidad, la leche, que califica como una maravilla del mismo. Incluso llega a decirle a su amigo que este valle es el paraíso, basándose también en la benignidad del clima.
Pero todos estos piropos al valle se ven interrumpidos para nosotros cuando más se prodigaban y la puñalada que asesta por la espalda a nuestros antepasados, no tan lejanos, es mortal de necesidad.
He aquí la misma: «Sin embargo, la mujer, sublimada por el cristianismo a esfera muchas veces superior a la del hombre; la mujer, objeto siempre en nuestra patria del culto de los caballeros, de las trovas de los poetas, de los agasajos de los rondadores nocturnos; la mujer, reina de su casa en Andalucía, lujosa, petimetra y holgazana á expensas del sudor del marido, lleva aquí la parte más dura de los trabajos agrícolas. Ella ara, ella siembra, ella coge, ella guía el carro, guarda las vacas y sufre todos los rigores de la intemperie; véselas, pues, ajadas, feas, sucias, andrajosas, con el cuévano a la espalda y el niño dentro, encorvadas contra la tierra, sin aliño alguno en su traje ni asomos de tocado, mientras que el hombre se pasea ufano y compuesto, colorado y robusto, ocupado en pescar o en llevar las reses a las ferias. ¿Triste condición la de un pueblo que no admite culto a la hermosura y donde el amor no se levanta sobre el egoísmo del más fuerte!»
La consternación y el enojo no pueden ser mayores ante semejante análisis de las formas de vida de nuestras abuelas, que dibuja este señorito andaluz inmersas en la más impiadada y mísera esclavitud. Su ignorancia le impide acudir al geógrafo Estrabón, que cuando se refería al pueblo cántabro al principio de la dominación por los romanos hablaba ya del matriarcado que existía en este pueblo. Pero tampoco es necesario acudir a época tan lejana, pues se sabe que no hace tantos siglos, cuando nuestros antepasados contraían matrimonio iban a vivir con la familia de la mujer, que era la dueña de la tierra. Los hombres de aquí han tratado de siempre a sus esposas con la dignidad y el cariño propios de su nobleza e hidalguía y en absoluto podemos permitir semejante acusación y grave insulto.
Su anticlericanismo le impidió preguntar al cura del pueblo y conocer debidamente la dedicación de los hombres. Pero tampoco lo hizo con la máxima autoridad local y quizás el más indicado para responderle con exacto conocimiento de ello: el alcalde. Le fue mucho más cómodo enjuiciar a todo un pueblo por algún caso aislado de extrema pobreza y miseria que pudo afrecerse ante sus ojos y que si desgraciadamente siempre han existido en la sociedad, qué no pudo darse en aquella época.
Ambos habrían ilustrado a semejante necio sobre estos labradores natos, diciéndole cómo en su inmensa mayoría se dedicaban también en este importante valle a labores de carretería, minería, molienda de cereales, fabricación de harinas, pastoreo, talas constantes en los montes para la fabricación de naves, repoblación de los mismos, fabricación de carbón, ferrerías, múltiples obras de cantería dentro y fuera del pueblo, carpintería...
Muy pocos años después de tan ingrata visita, en 1873, un ilustre corraliego, D. José Mª Quijano Fernández-Hontoria, funda las Forjas de Buelna en nuestro pueblo y comienza un despegue social y económico espectacular. Aún con ello, las mujeres siguen trabajando la tierra y continuaron haciéndolo hasta el propio siglo XX, que fue ayer. Así lo vimos desde muy niños. Nuestros padres en las empresas y nuestras madres labrando las tierras, lavando la ropa en el río, criando a los hijos y desarrollando las tareas del hogar en unas condiciones de vida que nada tienen que ver con los adelantos y comodidades actuales y haciendo posible ambos con su esfuerzo y sudor esta Cantabria próspera y preciosa que hoy disfrutamos.
Incide este individuo llamado escritor en que el día de San Roque asistió a las fiestas de Somahoz y tras dejar claro que "la música es una especie de jota menos bulliciosa que las de Aragón y de una melancolía infinita", puntualiza que no hay más instrumento que un pandero, y añade: «nótase la frialdad o desdén con que el hombre del campo mira a su compañera. Parece como que el baile es un deber en tales días, un rito sagrado, algo que ya se vió en el mundo antiguo. Ni sonrisas, ni rendimiento, ni obsequiosos mimos. ¿Nada hay en esta danza que se parezca al fandango ni a la jota. Los hombres tienen los ojos fijos en la tierra, y las mujeres en el rostro de su señor!» Y no para aquí en sus insultos a nuestra tierra el desalmado literato, pues dice inmediatamente después: «¿Ah, pobres pasiegas!. ¿Cómo me explico ahora el que sus esposos las envíen a Madrid a desempeñar el papel de vacas de leche, convirtiendo la bendición conyugal y sus frutos en un oficio o granjería¿. ¿Y cuánto siento haber tenido que retratarlas, en conciencia, hace pocas noches, de la cruel manera siguiente, en una epístola que dirigí a nuestro amigo Cruzada¿...»
Está meridianamente claro que en su mediocridad como literato confunde estampas y hechos específicos de distintas comarcas de nuestra región; lo entremezcla malignamente, y ni por un momento analiza las formas de vida y peculiaridades propias de cada pueblo, su idiosincrasia y costumbres diferenciadores entre sí, siempre en el contexto social de aquella época de pobreza y verdaderas dificultades de vida. Pero lo que sí hace vilmente y con suma rapidez es emitir juicios de valor temerarios sobre unas gentes con las que tan solamente convivió unos días y que, sin embargo, no tuvo piedad alguna en dejar tan deplorable retrato de ellas para la posteridad.
Mejor podía haber empleado su tiempo en este Valle de Buelna en conocer y escribir sobre dónde nació, siglos antes, quien le había dado tanto lustre a su apellido, Hernán Martínez de Cevallos, perteneciente a la Casa de los Cevallos de Ruedas, de San Felices de Buelna desde tiempo inmemorial, que formando parte del ejército católico durante la conquista de Cuenca en 1177, escala con dos puñales en sus manos y en solitario los muros del inexpugnable castillo de Alarcón, echa una escala a las tropas y hace posible su conquista, cambiando después de esta heróica hazaña sus descendientes en aquel lugar el apellido Cevallos por el de Alarcón, tan destacado en las casas más ilustres de Castilla. Pedro Antonio de Alarcón denigra a la mujer del Valle de Buelna, confunde las diferentes comarcas cántabras y en general destila un gran desprecio por los montañeses
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