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LUIS DE VEGA
Domingo, 2 de septiembre 2007, 04:14
Los marroquíes acuden el viernes 7 de septiembre a las urnas por segunda vez desde que Mohamed VI accediera al trono en 1999. Cinco años después de aquellos primeros comicios de la nueva era el país mantiene las mismas preocupaciones y se ha enquistado la lucha entre los que quieren acelerar el paso de las reformas y los que defienden el status quo actual.
La pobreza, el paro, el analfabetismo y la desesperanza pesan como una enorme losa sobre gran parte de la población, que se aferra, en el campo y en la ciudad, a una infraeconomía de subsistencia y a la resignación como único salvavidas.
Ese es precisamente el caldo de cultivo que ha servido para que el islamista Partido Justicia y Desarrollo (PJD) se convierta en el principal favorito para los comicios del viernes. Enfrente, las fuerzas políticas tradicionales como los socialistas de la Unión Socialista de Fuerzas Populares (USPF) o los nacionalistas del Partido Istiqlal (PI), principales pilares de la coalición que domina el Parlamento.
El PJD es el principal grupo de la oposición y espera pasar de los 42 escaños actuales a 60 o 70 a pesar de que algunos han intentado vincularlos con la sombra terrorista que oscurece el país.
A esto hay que añadir que tanto USFP y PI son a menudo acusados de seguir ciegos, sordos y mudos la senda marcada por el rey, que se opone a la reforma constitucional para que haya una separación efectiva de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial que él controla.
Las ilusiones que afloraron con la muerte de Hasán II en el papel que podría desempeñar el joven monarca se han ido diluyendo. En Marruecos los pobres siguen en su chabola y cada vez son más los parados. Así, con el país situado en el puesto 123 de 177 según el índice de desarrollo de Naciones Unidas, no es raro seguir escuchando a muchos que lo mejor es irse lejos de su país como sea y adonde sea.
Vuelta atrás en derechos
Las nuevas carreteras, autovías, puertos y los vuelos baratos con el extranjero que podrían dar la impresión de un país algo moderno dejan indiferentes a una inmensa mayoría de los treinta millones de habitantes.
La corrupción aumenta y, según el ministro de Justicia, Mohamed Buzubá, el año pasado se incrementaron un cincuenta por ciento los juicios a este respecto. Según el índice de la ONG Transparency International, Marruecos ha pasado del puesto 52 de un total de 163 en 2002 al 79 en 2006.
En cuanto a derechos humanos el panorama no es mejor. «Después del 2003 (cuando medio centenar de personas murieron en los atentados suicidas de Casablanca) hay una vuelta atrás muy grave hacia las antiguas prácticas de violencia, tortura, desapariciones y secuestros en lugares secretos», señaló Jadiya Ryadi, presidenta de la Asociación Marroquí de Derechos Humanos (AMDH).
Testigo de todo ello es la prensa, sobre todo el sector considerado independiente que, a diferencia de los medios oficialistas, intenta no desfilar al paso que marcan en Palacio, que señala unas líneas rojas: la corona, el islam y la integridad territorial, es decir, poner en duda la ocupación del Sahara Occidental.
El propio Gobierno, consciente de la apatía con la que son vistas las urnas, se conforma con superar el porcentaje de participación del 2002, que fue del 52%. Eso sí, el pueblo vota y, después, el rey, amparado por la constitución y sin necesidad alguna de tener en cuenta los resultados, dice quién gobierna y cómo.
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