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NIEVES BOLADO nbolado@eldiariomontanes.es
Domingo, 18 de abril 2010, 12:47
«Regresaba de un funeral hacia mi casa, donde había dejado a mi mujer y a mis dos pequeñas hijas. A la altura de Campuzano escuché el estruendo y corrí hacia mi vivienda, pero ya no me dejaron pasar. Consciente de la tragedia, debí desmayarme. No sé cuando desperté, pero cuando volví a verlas a las tres estaban en el depósito del cementerio de Torrelavega». Alberto Arciniega sigue llorando cincuenta años después de 'la catástrofe de la mina' de Reocín. Toneladas de barro se llevaron por delante la vida de 18 personas.
Cuando Alberto Arciniega Gago (Campuzano, 1931) tenía 29 años, trabajaba en el taller de carpintería de la Real Compañía Asturiana de Zinc (RCA). Fue entonces cuando reventó el dique. El 17 de agosto de 1960, a las diez de la noche, perdió a las personas que más quería: a su esposa, Amelia Mantecón Pérez, de 25 años, y sus dos hijas, Margarita, que había cumplido cinco años el día antes, y Felisa, de diez meses.
La rotura del dique fue para Alberto Arciniega la continuación de las tragedias ligadas a la mina de Reocín. Su padre, Dionisio Arciniega, de 56 años, también un maldito agosto, el de 1956, murió golpeado por la cartola de un camión, en el almacén general, a muy pocos metros de donde años después morirían su nuera y sus nietas.
Alberto Arciniega entró a trabajar en la empresa como compensación por la muerte de su padre, y él y su familia se fueron a vivir con su madre, ya viuda, en la casa que la RCA les había dado y que acabaría hundida bajo el barro en 1960. La vivienda estaba justo al final del puente 'La Barquera'; era una casita independiente, próxima la de los otros vecinos golpeados por la tragedia: los Echevarría, los Oliver-Ramírez, los Rodríguez-Avello...
«Aquél día, a las cinco y media de la tarde, enterraban en Campuzano, mi pueblo natal, a un amigo. Fui al sepelio y después, al encontrarme con varios amigos, fuimos a tomar un vino y a charlar», recuerda Alberto Arciniega. En casa le esperaban su esposa y sus dos niñas.
«Estando en Campuzano escuché el estruendo, pero jamás pensé que hubiese reventado el dique. Creí que se trataba de la presa de Alsa, por lo que eché a correr para casa, pero ya los vecinos no me dejaron pasar el puente. Un chico, con un Renault 4-4, me llevó hasta Torres y desde allí traté de llegar, pero me obligaron a volver. Eran ya las once de la noche y no sé lo que pasó. Debí desmayarme constatando la tragedia que había en mi casa».
Según le contaron, «me llevaron en una ambulancia hasta la casa de mi hermana y de mi cuñado, Antonio Barrio, en Campuzano». En este punto del relato se emociona, al revivir aquellos momentos, pero sigue adelante porque quiere que se sepa la verdad. «Tengo un vacío en mi mente, en mi vida, desde que llegué a pocos metros de lo que había sido mi casa y cuando desperté horas después. No sé si me dieron calmantes o me inyectaron algo, pero aquellas horas las tengo perdidas en mi memoria».
Arropado por sus parientes, que lograron retenerlo durante una interminable noche, con las primeras luces de la madrugada, regresó al puente 'La Barquera'. «Había mucha gente movilizada, intenté llegar de nuevo a donde suponía que había estado mi casa, todo estaba lleno de barro, pero me desviaron lo más lejos posible para que no viera lo que había sido de mi familia».
Cuando volvió a ver a los suyos, «ya fue en el depósito del cementerio de Torrelavega». El cuerpo de su esposa había sido encontrado a la altura del molino de la antigua fábrica de harinas, en Barreda. Las niñas, que ya estaban acostadas cuando reventó el dique, fueron halladas, junto a un colchón y las ropas de cama, a 300 metros de su casa, de la que sólo quedó el suelo; la furia del barro no le dejó a Alberto más que desolación, tristeza y muerte. Abatido, sin fuerzas, se fue a vivir con sus hermana Victorina y su cuñado Antonio, a Campuzano.
Dos días después del fatídico miércoles, los altos cargos de la Real Compañía Asturiana de Zinc, Juan Sitges y Paul Larroux, «vinieron a darnos el pésame, a decirnos que nos tomáramos los días que nos hicieran falta antes de volver a trabajar». Aún con la conmoción, nada más haber enterrado a sus seres queridos, fueron llamados para ir al Juzgado «y firmamos unos papeles que ni siquiera nos leyeron. No estábamos para leer, pero tampoco nadie nos explicó qué era».
Pasados unos meses, estando un día en el bar Veracruz de Torrelavega, una persona «me preguntó si yo sabía lo que había firmado, le dije que no, y me explicó que lo que habíamos hecho había sido una renuncia expresa a pleitear contra la empresa ni hacerle ninguna reclamación ni pedirle responsabilidades por la rotura del dique».
A través de un mediador, fueron llamados, uno a uno, para que hicieran una relación de los enseres que habían perdido en la tragedia «y me dijeron que no fuera muy exhaustivo, ya que la empresa iba a ser generosa». La reunión se hizo en unas oficinas provisionales instaladas en Torres, «siempre por separado, nunca nos dejaron ir acompañados de nadie», precisa. Fueron recibidos en un despacho en el que estaban el director de la mina, Jesús Tuero, y los ingenieros Fernando Pineda y Pedro Luis Collado, asistidos, ellos sí, por el abogado torrelaveguense Julio Acha. «Yo, como todos los demás, me senté allí, sin ningún asesoramiento. Nadie nos ofreció su apoyo ni nos aconsejó».
Arciniega les entregó un papel con el inventario de los enseres y de los animales que criaban para la ayuda de la familia. «Me dieron 75.000 pesetas por mi esposa y 50.000 pesetas por cada hija, con enseres y todo, 255.000 pesetas».
Es en esta parte del relato es en la que Alberto Arciniega rompe a llorar, no sabe si de rabia o de impotencia: «Me informó el abogado de que esa cantidad tenía un descuento del 25% por usanza, porque eran objetos ya usados. Recuerdo que me apreciaron que no incluían las camisas, porque yo no las había puesto en la lista. Fue entonces cuando me atreví a plantarme ante ellos y a decirles que si un obrero de la Real Compañía no tenía derecho ni a llevar una camisa. Nadie me contestó y sólo Pineda, cuando salí de aquel despacho, me puso una mano sobre el hombro y me dijo: 'Arciniega, no cedas en nada', fue el único que me ayudó».
Entonces un obrero de la mina ganaba unas 3.000 pesetas, «pero le juro que aquel dinero me quemaba en las manos, no valía ni un segundo de la vida de mi mujer y de mis hijas. Jamás me podrán pagar lo que me quitaron, ni el sufrimiento que he pasado a lo largo de este medio siglo».
No habían pasado ocho o diez días desde la tragedia cuando Arciniega fue al médico de cabecera para que le diera algún medicamento para poder sobrevivir, para no pasar noches y noches en vela, llorando, «pero el médico me dijo que eso se curaba trabajando, y a trabajar me mandó». Cada día, él y el resto de sus compañeros estaban obligados a pasar por delante de donde había estado su casa, «unos días llorando, otros tristes, días buenos y malos hasta que todo empieza a formar parte de tu vida».
Jamás recibieron ni una sola explicación de lo ocurrido aquel 17 de agosto de 1960: «La empresa nos dejó muy claro que no nos daba una indemnización, porque allí no había ocurrido un accidente, sino para rehacer nuestra vida, por lo que habíamos perdido no se sabe cómo».
Tampoco se organizaron nunca los afectados. «Ni una sola explicación. A callar y a trabajar. Jamás supimos quiénes fueron los responsables de aquella tragedia y, si es verdad que el juez lo investigó, ¿por qué no nos dieron ni una mínima satisfacción? Sólo pedí que dieran trabajo a mi cuñado Antonio, que ya se lo habían prometido cuando el accidente que le costó la vida a mi padre y, al final, entró a trabajar».
Sabe muy bien que en la Flotación 22 había no menos de 250 bidones de cianuro, uno de los reactivos que se usaban en el tratamiento del mineral, en un depósito pegado a las oficinas y al dique, y que se desparramaron por el impulso del barro y del agua. Todos los que trabajaban entonces en la mina saben que «muchos de aquellos bidones siguen enterrados allí», posiblemente en los lagos. «Días después de la tragedia estuvieron cogiendo muchas muestras de agua del río. Vinieron, incluso, soldados, y echaron sulfato de cobre para neutralizar el efecto del cianuro».
Pero la vida sigue. Diez años después de perder a su primera esposa y a sus dos pequeñas hijas, Alberto Arciniega recompuso su vida. Formó una nueva familia, el día 30 de agosto (esta vez el maldito mes hizo las paces con él) de 1970, con su esposa, Pilar Guardo. Han tenido cuatro hijos: Dionisio, Alberto, Hortensia y Fernando. Con ellos habla muchas veces de aquella tragedia, de lo que pudo pasar, de cómo lo vivió, de sus hermanas fallecidas... Duda sobre si es conveniente que, 50 años después, se remuevan los sentimientos, «pero sí sé que es importante que se sepa la verdad y cómo actuaron con nosotros».
Y tiene también recuerdos muy bellos de ese mismo lugar donde vivió los días más negros de su larga vida: «Desde niño conocía muy bien toda esta zona. Era un paraje precioso, un paraíso desde que el veíamos pasar el tren cada día. He oído que quieren hacer un monumento en recuerdo a las víctimas en Torres y no creo que sea el lugar adecuado, debe hacerse allí, dónde murieron por causa de aún no se sabe quién».
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