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Con la muerte en las femorales
SOCIEDAD

Con la muerte en las femorales

La cornada de José Tomás en México ha estado a punto de engrosar la lista del medio centenar de toreros que han dado su vida en los ruedos

FRANCISCO APAOLAZA

Martes, 27 de abril 2010, 11:40

Los toreros no están hechos de otra pasta. Es mentira. A «las cinco en sombra de la tarde», a las terribles cinco de la tarde de García Lorca, los toreros son como los demás humanos. A esa hora maldita, cuando les llevan en volandas como muñecos desmadejados por los estrechos callejones de pasos acelerados, con las manos intentando taponar lo imposible, desmayados y blancos de dolor, los matadores mueren como los demás humanos. El enésimo susto de José Tomás, esta vez en Aguascalientes el sábado, con la vida yéndosele por aquel oscuro túnel rojo en el triángulo de Scarpa y los médicos pidiendo sangre por megafonía, recuerda la verdad de la fiesta de los toros, que no es otra que la verdad de la muerte. De una muerte certera, fría, real y consistente como las cajas de madera que han paseado los cuerpos de los toreros en los ruedos. Tan cierta como que el cuerpo humano tiene cinco litros de sangre, ni uno más, y que cuando se derraman no queda nada por hacer.

Los titulares sobre los riesgos que toma el maestro José Tomás han vuelto la mirada del mundo hacia la lista de los héroes que han subido a los cielos en el carro de fuego de Apolo y que arranca con José Expósito 'Cándido', un mulato de Cádiz que murió en El Puerto de Santa María haciéndole un quite a su compañero Chiquilín. Corría 1771 y el toreo a pie se hacía más popular bajo el reinado de Carlos III. «En el Puerto murió el Cándido, y allí remató su fin, le mató un toro de Bornos, por salvar a Chiquilín», dice la copla que comenzaba ya a elevar a la categoría de superhombres a los muertos por asta.

Después vinieron 55 matadores fallecidos hasta hoy, además de los banderilleros, en una letanía larguísima que estuvo a punto de hacerse más larga el sábado en México. Ese es el número frío; las historias hielan la sangre. Cosa de la mala suerte, de un despiste, de la épica consciente... O del destino, que quería que 'Barbudo' matase a Pepe Hillo en 1801 en Madrid. El matador sevillano había escrito al corregidor madrileño una carta en la que desechaba lidiar un toro de Colmenar, una circunstancia que más tarde aceptó. Y con un toro de Colmenar encontró su muerte. La parca es irónica, a veces. Lo podría confirmar, de estar vivo, Espartero, que acuñó la frase 'Más cornadas da el hambre'. Se equivocó: en 1894, 'Perdigón', de Miura, lo prendió por el vientre al entrar a matar al volapié.

La Edad de Oro. El siglo XX nacía con el mando de dos toreros. El primero era José Gómez Ortega, Joselito. O Gallito. Cuentan las crónicas que era el rey de los lidiadores, por su valor seco y sus facultades. El torero bien plantado, el de la luz, terminaría en la sombra de la Plaza de Talavera de la Reina en las astas de un toro de la Viuda de Ortega. Javier Villán recuerda un romance castellano, que contaba cómo en Las Ventas le gritaron «ojalá que te mate un toro el domingo en Talavera». Y ocurrió. Gregorio Corrochano, cronista y amigo, empezaba así su crónica de 1920: «Todo lo que ocurre me parece una pesadilla. Lo he visto y no lo creo. Me cuesta un esfuerzo terrible escribir: a Joselito le ha matado un toro».

Juan Belmonte, su adversario en la cumbre del toreo y también cómplice, no estaba en la plaza de Talavera ese día, pero había pronunciado una de las sentencias que quedarán como lecciones de vida. Cuentan que en los brazos de la popularidad, fue un torero que disfrutaba con los intelectuales. Valle-Inclán le espetó en una tertulia: «Juan, sólo te falta morir en la plaza». La respuesta sentó -aún más- cátedra: «Se hará lo que se pueda». El destino no le dio ese placer. En 1962, Juan Belmonte se mató de un tiro en la cabeza en el salón de su finca Gómez Cardeña, en Sevilla. Cuando pasan por delante de aquella casa, algunos todavía se santiguan.

Después de la partida de Joselito, la afición quiso ver en Granero su sustituto, pero tuvo un final espeluznante que quedó como una macabra figura en el Museo de Cera. 'Pocapena', de Veragua, le atravesó el cráneo de una cornada certera en un ojo.

Las imágenes valen más que mil palabras. Una de ellas retrata a Ignacio Sánchez-Mejías acariciando la mejilla de su cuñado Joselito yacente en Talavera. En 1934 sería él mismo el de la camilla, después de que 'Granaíno', un toro de Ayala lo matara en Manzanares del Real. Esta vez, la caricia se la dio Federico García Lorca con su 'Llanto', la elegía más bella que se le pueda escribir a un torero. 'Por las gradas sube Ignacio, con toda su muerte a cuestas. Buscaba el amanecer, y el amanecer no era. Busca su perfil seguro, y el sueño lo desorienta. Buscaba su hermoso cuerpo, y encontró su sangre abierta'.

'Islero', la leyenda de Miura

La muerte que más sangre dejó en las letras fue, sin duda, la de Manuel Rodríguez Manolete, que aún tiene una película por estrenar. 'Islero' inauguraba la leyenda negra de Miura en Linares, el 28 de agosto del 47, con una cornada seca en el triángulo de Scarpa, el mismo que casi acaba con la firmeza de José Tomás. Transfusiones, un plasma en mal estado, una madre cruzando España en coche y su novia, Lupe Sino, derrumbada por la tragedia... El matador de Córdoba se elevaba al Olimpo y dejaba partida la España de la posguerra. Hubo mucha literatura entonces. Ahora hay televisión, la misma que dio la imagen impía que heló los salones de España en septiembre de 1984, cuando el cartel maldito de Pozoblanco, que se llevó a Paquirri, más tarde a Yiyo y destrozó las rodillas del Soro. Se llamaba 'Avispado', era de Sayalero y Bandrés y dejó para la historia los minutos más dramáticos de la televisión. Paquirri entraba en la enfermería con el muslo abierto como un cañón, el rostro como la cera y el valor suficiente para hablar: «La cornada es fuerte. Tiene al menos dos trayectorias, una para acá y otra para allá. Abra usted todo lo que tenga que abrir, lo demás está en sus manos. Quiero un vaso de agua». Murió desangrado en la carretera.

Hubo otras dos muertes que muchos no quisieron ver nunca. La primera acabó con José Cubero, 'Yiyo', un año después de Paquirri, en Colmenar. 'El Príncipe de los toreros' entró a matar, dejó su estocada y 'Burlero' le metió el pitón por el costado izquierdo. Yiyo se desplomaba antes de llegar a las tablas. Fulminado. Así cayó también Manolo Montoliú, banderillero que encontró su final en la Feria de Abril del 92 cuando dejó un par de banderillas. La muerte se le coló como una bala por la axila y lo dejó muerto en el aire, con su enorme corazón abierto como un libro. Fue un año funesto en La Maestranza. Al poco tiempo, caía Ramón Soto Vargas con otra cornada en el corazón. Cuatro años después, otro banderillero, Curro Valencia, moría de una cogida similar en la plaza de Valencia. Nadie quiere creerlo, pero la matemática sabe que no será el último. La matemática no entiende de héroes.

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