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Divertimento transiberiano
SOCIEDAD

Divertimento transiberiano

Otro trayecto interminable con un calor asfixiante y penalidades varias se sobrelleva gracias a la agradable compañía del trenVIAJE TRANSIBERIANO/CAP.10ÍÑIGO DOMÍNGUEZEn el vagón restaurante, la cerveza mínima es de litro y medio.No hay aire acondicionado y la gente abre las ventanas para respirar.Un compañero de viaje se asombra de que alguien quiera ver Rusia. «¿Esto?», dice señalando con desprecio el paisaje monótono.

PPLL

Domingo, 8 de agosto 2010, 02:06

El próximo tren del viajero, de Tomsk a Irkutsk, ya es droga dura. Son 33 horas, 1.708 kilómetros, 23 paradas, en una segunda clase que es casi tercera. No obstante, sube en la peor de las disposiciones. Ha tenido que correr a la estación con 40 grados y llega empapado. Lo mejor para tres días sin ducharse. Pero hay más. El viajero lamenta hablar de ello, pero emprendió el viaje pachucho. Entre comer mal y a deshoras ha empeorado. En fin, cualquiera conoce la sensación única de desamparo y estar solo en el mundo de una diarrea. En Siberia aumenta la desolación. Pero antes de subir al tren el viajero toma cartas en el asunto. Entra en la farmacia con la estrategia pensada: pide papel y lápiz y se pone a dibujar. Es un tema fácil. Lo hace de la forma más elegante, minimalista, pero el hombre no comprende. Entonces perfecciona el boceto. Cuanto más explícito es el dibujo, más gente entra en la farmacia. Se crea cierta expectación y deliberaciones entre los presentes. Al final el farmacéutico hace señas de entender y le da una caja. El viajero se queda con cara de tonto y se da cuenta de que no ha avanzado nada: no hay manera de saber si le ha comprendido y si eso no es para la ciática. Siendo una emergencia, llama al corresponsal del diario en Moscú, Rafa, que en dos minutos le resuelve la situación. El viajero se va muy agradecido, pero de toda la escena le asombra una cosa: ¿Verdad que ustedes se habrían reído, aunque sólo fuera un poquito? Pues allí no se inmutó nadie. El ruso es un misterio.

El tren tampoco es de los mejores. Es más, puede ser de los peores. Cuanto más alto es el número, más viejo, y es el 647. Pero el viajero aún no sabe cuánto pueden empeorar las cosas. En su camarote hay dos chicas muy majas con el hijo de una de ellas. Se llama Jan, de 8 meses, y es gordito, rubio, con los ojos azules. Todo parece perfecto, menos el calor asfixiante, porque no hay aire acondicionado. La gente abre las ventanas para respirar, pero cuando el viajero se dispone a hacerlo las chicas le hacen entender que les preocupa el niño. Las famosas y terribles corrientes de aire que pueden resfriar a las criaturas también atormentan a las madres siberianas. Y eso que en invierno bajan a -40. Habrá unos 50 grados en el camarote. El pequeño Jan no se va constipar, no, pero quizá sufra un shock térmico. El viajero desde luego está al borde. Aquello era un maldito horno crematorio y lo fue durante 33 horas. Pero es admirable cómo se adapta el hombre a su medio. El viajero se metió en la piel del marido de la señorita y le salió automático decir: «Lo que tú digas cariño». El viajero es de buen conformar y no le gusta molestar, aunque a veces se queda con la duda de si es tonto.

La siguiente sorpresa fue a la hora y media. El tren paró en Taiga. «Huy, qué bonito, se llama Taiga», se dijo el viajero. Mejor que se hubiera callado. Estuvo allí cuatro horas, y eso que acababan de salir. Ocurre a veces en el Transiberiano: para unas horas en un sitio sin razón aparente. Se acepta el absurdo sin más. Es muy útil para la vida. En este caso era una de esas situaciones entrañables de esperar otro tren que viene de no sé donde. Al viajero siempre le pasaba en Miranda de Ebro.

Baja a comer algo, un buen ejemplo de las comidas de la ruta y sus efectos. Coge a ojo dos panecillos rellenos, los más caros, pensando que serán los más buenos. Pero no. Uno es de hígado, que no le gusta, pero en Rusia lo adoran. El otro es de una carne indefinida y uno imagina cosas. En otro puesto elige una especie de filete ruso y un perrito caliente. La señora los mete en una bolsa y, hala, al microondas. La salchicha sale a mil grados y el viajero se la come soplando. El filete, en cambio, está frío. Misterios térmicos, como las ideas de sus compañeras de vagón. De postre se toma un helado. La estrella es uno llamado Magnat, que vendría a ser el Magnum pero es el bombón helado de toda la vida. El Magnum está en otra dimensión. Sale una tía vestida de traje de noche que se lo come como una pantera negra. Antes los helados eran una cosa playera, nada sexual. El viajero no se imagina a una supermodelo haciendo morritos con el Frigopié. Aunque sí con el Frigodedo.

Arrancan de noche y llega el momento de ir a la cama en el horno. El viajero plantea tímidamente si abrir la ventana pero le piden por favor que no, poniendo cara de pena al mirar al niño. Sin embargo en la litera de arriba, donde sólo hay una correa de paracaídas para no caerse, logra abrir unos milímetros la ventana y le llega un poco de aire a una oreja. También consigue que una minúscula corriente de la puerta le refresque el dedo gordo del pie. Así se mantiene con vida la primera noche.

Al día siguiente, para su sorpresa, el viajero se despierta y ve a la madre de Jan que, para jugar, lo coge de una pierna y lo balancea boca abajo. Así que tan delicado no es. Pero cualquiera saca el tema. Como ya no aguanta más en la cama, y menos cuando le dan al niño un puré de col que huele a rayos, sale a confraternizar con los pasajeros. La otra chica se queda leyendo 'La cabaña del tío Tom'. Es inevitable mirar la hora y hacer mecánicamente el cálculo de cuánto queda: quince horas.

El trío Bilinski

En el tren se acaba conociendo a todo el mundo de vista, como secundarios de una película. Se organizan comilonas en cada compartimento y se bebe mucho. Los que se llevan la palma son tres morroscos que cada vez que avanzan por el pasillo parece que van a darle una paliza a alguien, pero sólo es que van a fumar. Cada vez están más mamados, más sudorosos con los vapores alcohólicos, pero tienen gracia. Emborracharse no es mal sistema para soportar el viaje. El viajero se lo empieza a pensar. Cuando va al restaurante están ligando con la camarera. El menú no está en inglés, pero tiene fotos, aunque son tan pequeñas que sólo se intuye lo que es. La cerveza mínima es de litro y medio.

Cuando los tres amigos ya están totalmente bolingas entabla conversación con ellos en un inglés preescolar, pues en su estado se lanzan con los idiomas. El viajero los bautiza como el trío Bilinski, nombre de uno de ellos. Le recuerdan a los tres rusos locos de 'Ninotchka'. Le preguntan qué hace allí -el viajero no ha visto aún un solo turista, sólo él- y se lo explica. Les parece una estupidez y se mueren de risa. Opinan que para ir a Pekín es mejor el avión, pero sobre todo se asombran de que quiera ver Rusia. «¿Esto?», dice uno señalando a la ventanilla con desprecio. Fuera discurre el mismo paisaje monótono. «Es bonito», responde el viajero. No se lo creen. Aunque conceden que en invierno, con todo nevado y más monótono todavía, sí lo es. Apuntan que en vacaciones prefieren cazar y pescar. «Como buenos rusos, ja, ja, ja», dicen entre risotadas. En eso se une al grupo un chaval de ojos rasgados que el viajero, en su ignorancia, definiría como chino, pero que es de Chita. Lleva un año en la mili y por fin vuelve a casa. El viajero jamás pensó que un día conocería a alguien de Chita, pues para él sólo era un extraño territorio del mapa del Risk, como Kamchatka.

La conversación cada vez es más surrealista y entonces los Bilinski le invitan a su camarote a tomar té. Uno de ellos se echa a dormir en la litera de arriba. Dicen un montón de tonterías y están bastante locos, hasta que el viajero les pregunta a qué se dedican. «Somos fiscales», responden. Añaden que el tercero, que duerme, es detective, «como Sherlock Holmes». Intentan despertarlo para que lo confirme, pero él les arroja el móvil y rompe un vaso. El viajero recoge los cristales con cuidado mientras los Bilinski le miran tambaleándose. Advierte a uno de ellos que quizá ha caído algún cristal en su té. Pero mira su taza un instante y se lo bebe de un trago. «No», replica tras paladear atentamente. El viajero se divierte imaginando a los cenutrios del trío Bilinski resolviendo un caso en una aldea congelada de Siberia, resbalándose en las esquinas. Un nuevo filón de novela negra cuando pase la moda sueca.

El viajero regresa al microclima amazónico de su camarote. Podría haber plantado una tomatera y habría crecido antes de llegar. No descarta que la jefa de vagón los cultive personalmente en un rincón. El calor, la cadencia lenta del tren, el cansancio del cambio de hora, reducen a un estado de sopor pegajoso que anula la voluntad. Es difícil leer sin adormilarse pero no es fácil dormirse por el calor, se permanece en una somnolencia poco placentera. Cuando llega la noche se agarra a sus dos conductos de respiración, pero la madre de Jan le descubre y cierra la ventana. Luego la puerta. Su obsesión es mantener la temperatura a unos 57 grados. Quedan más de cinco horas de viaje y el viajero opta por salir.

Al rato el tren se para. Ve a dos de los Bilinski que corren en las sombras a comprar cerveza y para atajar pasan por debajo del tren de al lado. En España estaría prohibidísimo, pero aquí la gente lo hace tranquilamente. La pasarela está lejos y no hay mucho tiempo. El viajero se muere de hambre y sed y ya tiene ganas de un poco de acción. ¿Por qué no probar? Con un poco de miedo pasa también bajo el tren. Oye su respiración, huele a hierro quemado y orina. Corre al bar todo contento, como un niño que ha hecho una travesura. Pero al volver y pasar bajo el tren descubre que mientras ha llegado otro. Se pone un poco nervioso y piensa que morir en pijama arrollado por el expreso de Chita es una muerte demasiado estúpida. Pero es igual de estúpido quedarse colgado en pijama en una estación siberiana. Así que pasa. Qué aventuras, y eso con el tren parado. Para un Bilinski es fácil, pero sobrio da más impresión.

Al alba llega a su destino y sale sin hacer ruido del camarote-terrario. El niño duerme feliz. ¡Pequeño Jan, allá donde estés, por favor abrígate bien, estamos todos preocupados por ti! Tiene gracia: al bajar el viajero siente un escalofrío. Con tanto sudar al final se ha resfriado.

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