

Secciones
Servicios
Destacamos
PPLL
Martes, 17 de agosto 2010, 02:09
El viajero se mira al espejo y no es como se recuerda. No es sólo que envejezca, es que se desmadra. Tiene barbas de Rasputín y se le está poniendo cara de ruso, todo el día en silencio. Pero es su último día en Siberia. Hoy coge el tren de Irkutsk a Ulan Bator, el ramal transmongoliano. Pasa la tarde vagabundeando en la lluvia, aún un poco pachucho. Pero peor fue lo del ejército blanco, que al perder la guerra civil con los rojos se retiró de Irkutsk en invierno por el lago Baikal congelado. Palmaron todos. Pasar el Baikal nunca fue moco de pavo y el Transiberiano lo hacía en barco, cargando los vagones en rompehielos. Les pareció mejor que construir una vía que rodeara el lago. Pero pronto se vio que era una locura y en 1901 se pusieron a ello. Fue la obra más difícil de la ruta.
Más allá del Baikal se extiende la otra mitad de Siberia que llega hasta el Pacífico. También esta parte fue compleja y a los dos años una inundación borró 300 kilómetros de vía y doce puentes. Esta gran estepa llegó a ser en la guerra civil rusa el efímero estado cosaco de Transbaikalia, último bastión de los señores de la guerra blancos. Aunque el más célebre se llamaba Barón Negro, Roman Ungern von Stenberg, personaje de novela. De hecho lo encontró Corto Maltés en su viaje por Siberia. Al final se pasó a Mongolia con su tropa y reinó allí un semestre. Estaba como una cabra. Repartía su tiempo entre poner luz y autobuses en Ulan Bator, entonces un poblacho medieval de cuatro casas, e instaurar un régimen de terror y echar de comer prisioneros a su manada de lobos. En verano llegaron los comunistas para echarle y ya se quedaron a cenar todo el siglo. Mongolia fue el segundo estado comunista, en 1924, y el mejor satélite soviético. Hasta casaron a su primer ministro-muñeco, Yumzhagiye Tsedenbal, con una espía rusa. De ahí nace el Transmongoliano.
Antes de salir el viajero se mete una comida de escándalo, por lo que pueda venir. Tiene 37 horas de trayecto, con una parada en la frontera de nueve horas. Aquí se come cuando se puede. Como en la prehistoria o los depredadores, alterna comilonas y hambrunas. Aunque se equivoca al pedir y le vuelve a salir hígado. Es una maldición, pero al viajero le educaron con la idea de que se come con la misma cara lo que gusta y lo que no. En fin, a ocultar los sentimientos. Le ha dado algunos problemas y encima jamás le ha servido para jugar al póker. Saciado, se va al tren y se lleva una sorpresa. Han juntado a todos los que van más allá de la frontera en un vagón muy moderno, con una amable 'provodnitsa' que hasta pasa la aspiradora. Tras dos semanas sin ver turistas, se ve rodeado de europeos y americanos. Todo son extranjeros mochileros y hay un alivio general por la comodidad y por encontrar con quien hablar. El vagón burbujea de conversaciones en inglés. La gente se presenta. Hola, fulanito, de Canadá. Hola, menganito, de Holanda. Unos y otros se invitan a gominolas y galletitas. El viajero comparte camarote con una dentista alemana muy simpática. Viaja sola. También hay por ahí parejas de chicas aventureras.
El viajero se despide de Irkutsk. Desde este pueblecito se dirigió el asalto final ruso al resto de Asia y más allá, hasta Alaska. Fue muy rápido. En 1632, sólo cincuenta años después de entrar en la estepa, se fundó Yakutsk, capital de la Siberia oriental. Y en una década más los rusos ya estaban en el Pacífico y tenían los primeros combates con los chinos en el río Amur. El viajero pasa ahora al otro lado, a la tierra de los enemigos que les frenaron.
Haciendo 'coach-surfing'
Los compañeros de vagón son jóvenes, de veintipico años y dotados de aparatitos, un rasgo sorprendente. Es un nuevo tipo de turista que se mueve con la logística encima. Llevan mochila, pero en vez de sacar una tartera con unos filetes de lomo, aparece un ordenador, un iPod, un iPhone, un iPad y un iLeches, de todo. El viajero asocia el ordenador con trabajar y ni loco se lo llevaría de vacaciones, pero para mucha gente es imprescindible. Casi adictivo. Al viajero le parece bien que cada uno se drogue como quiera y él, aunque se hace el listo, también gestiona como puede su dependencia del móvil. Pero de ahí a andar nervioso buscando wi-fi libre por la calle a ver quién te ha escrito o, como presencia en el tren, sentarse a ver series en la puerta del baño, donde está el enchufe, hay diferencias. Ése y el otro enchufe del pasillo están muy disputados y llenos de cargadores. Son viajeros que necesitan la electricidad. Esto de las series ha ganado prestigio: alguien que antes se veía mil capítulos de 'Falcon Crest' era un asocial, pero ahora tragarse bloques de DVDs de 'Lost' es lo más. O esas series de médicos y autopsias. En cuanto ve imágenes de fotografía azulada, fría, y tipos cínicos el viajero ya sabe que está ante una. Es una curiosa deformación final de la obsesión por el cuerpo y la muerte.
Todo ello es un cambio notable, pues el sentido clásico del viaje queda patas arriba. Hay quien prefiere viajar sin romper lazos con la rutina cotidiana, para que el desplazamiento le altere lo menos posible. Y no se desea desaparecer, sino dejar rastro continuamente. Pero Internet tiene ventajas, claro. El viajero habla con una ecuatoriana de Madrid que viaja por Asia haciendo 'coach-surfing'. Es decir, sofá-surfing, una web donde se contacta con gente que te deja dormir en su casa. Así tienes un anfitrión. Por ejemplo, ella estuvo bañándose en el Volga en Kazán, mientras el viajero se aburría. Esta chica cree que los rusos son muy hospitalarios -hasta iban a buscarla a la estación- y están deseando conocer gente de fuera.
La princesa de hielo
Se hace de noche. Cuando pasan por Ulan Ude, famosa por tener el cabezón de Lenin más grande del mundo, el viajero se asoma a ver si sobresale entre los edificios. Luego se acuesta mientras el tren abandona la ruta del Transiberiano y trepa por las montañas. El tren guiri con la tropa tecnólogica del mundo virtual se adentra en el corazón primitivo de la historia. En esta zona abrupta del confín mongol se han encontrado los restos más orientales de los escitas, la misteriosa cultura nómada que se asomó al mundo griego desde las regiones hiperbóreas y exploró Herodoto. Se enterraban con cientos de caballos y fueron los antecesores del pueblo de jinetes de Gengis Khan. En este lugar desolado ha dormido durante siglos la princesa de hielo, la momia de una hermosa mujer sepultada sola hace 2.500 años y descubierta en 1993. También apareció una joya: la alfombra más vieja del mundo, ahora en el Hermitage. Antes de cerrar los ojos el viajero dice adiós a Siberia. La palabra viene del mongol 'siber', puro, hermoso, y del tártaro 'sibir', tierra durmiente.
Al día siguiente el paisaje ha cambiado. Es desértico, montañoso, con aldeas cada vez más míseras. Se acerca la frontera y el tema de conversación son los terribles rumores sobre lo que allí sucede. Se habla de diez horas de espera. Dicen que durante los trámites te encierran en el camarote sin aire acondicionado y no se puede ir al baño. Se crea una psicosis colectiva de mear antes. Llegan a la última estación rusa a la una. Les dicen que bajen y vuelvan a las cuatro y media. El viajero ni se inmuta, pues las horas ya le resbalan. En realidad en la mayoría del planeta, salvo en nuestro pequeño territorio, no se da tanta importancia al tiempo personal. Y es curioso, cada vez somos más impacientes.
En esta estación de frontera, bajo un sol abrasador, no hay nada. Sólo un pequeño mercadillo con ropa de colores, cacharros y plátanos marca 'Bonanza'. Único lujo decorativo, un sentido monumento al alce hembra. El viajero come por ocho rublos en el bar de la estación, aunque le dan el cambio con dos chicles y una chocolatina. Se les han acabado las monedas. Le recuerda cuando se iba al quiosco y se mareaba al señor preguntándole qué era de peseta y qué de duro. Cada niño hacía una compra muy personal.
Por fin llega la hora. Han dejado su vagón solo en una vía muerta y les meten en sus camarotes. Pasan dos sargentas rusas que aún tienen ese aire soviético cabrón. Cogen el pasaporte y dicen: «¡Mírame!». El viajero teme por su incolumidad porque no se parece a su foto. Y la firma le sale cada vez de una manera. Luego les informan de que hay que esperar dos horas más. Varias mujeres comienzan a maquinar ideas para mear de forma ilegal. A las 18.48, después de seis horas, el tren se mueve. Pasa el puesto fronterizo mongol, que es más bucólico. Una casita de colores con una canasta de baloncesto. Salen dos soldados, abrochándose el uniforme, para saludar marcialmente al pasar. Es un detalle. Por fin entran en el famoso país de los nómadas, que vive como hace mil años. La gente se asoma a intentar ver alguno. Por la ventana se divisan las primeras 'ger' o 'yurta', las tiendas circulares blancas. Es un hogar que se desmonta en una hora. Pero llegan enseguida a una estación y vuelta a parar para que los mongoles repitan el control de pasaportes. Sólo les llevará tres horas, pero se puede bajar a pasear. Hay diferencias con la estación rusa. La gente sonríe, se hacen bromas, hay niños que juegan, pero también sensación de pobreza y perros hambrientos. Vuelven a dejar su vagón colgado en una vía.
Se van al atardecer, atravesando una pradera infinita. Mongolia sólo se dejara ver al día siguiente. Se organizan las cenas. Uno de los colegas que ha hecho el viajero, un colombiano muy majo, le regala un cubo de sopa china. Se llevan mucho. Se echa agua caliente, cinco minutos y a comer. Da igual lo que se vea en la foto, saben todas igual. Pasa lo mismo con las galletas transiberianas, aunque prometan los sabores más lejanos del espectro gustativo. El viajero se prepara el brebaje en el samovar, pero sale la 'provodnitsa', tan servicial, y le ayuda a prepararlo. Dice algo así como «quita, quita». Estas señoras rusas son unas madrazas. La jefa de vagón se ha ganado el cariño del pasaje y por la noche se hace una colecta para darle una propina con los últimos rublos. Se acuerda que al día siguiente, al llegar a Ulan Bator, todos le cantarán una canción en el pasillo y se hará solemne entrega de la pasta. Entre tanto guiri se pacta la melodía internacional de cumpleaños feliz con las dos únicas palabras rusas que conocen todos: 'Spasiva provodnitsa', gracias jefa de vagón. Es también un adiós a Rusia. A la señora se le saltarán las lágrimas.
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.