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FELIPE BADÍA
Lunes, 6 de septiembre 2010, 01:59
Para el pleno desarrollo de su personalidad el menor necesita amor y comprensión. Siempre que sea posible, deberá crecer al amparo y bajo la responsabilidad de sus padres, y en todo caso, en un ambiente de afecto y de seguridad moral y material. La sociedad y autoridades públicas tendrán la obligación de cuidar especialmente a los niños sin familia o que carezcan de medios adecuados de subsistencia.
La Diputación Regional de Santander compró en 1.944, por tres millones de pesetas, el edificio del colegio Cántabro. Se puso fin a la lobreguez de los viejos años. Se suprimieron los antiguos celadores «cabos de vara», que atormentaban la vida de los acogidos. La educación correría a cargo de maestros del Estado y de la Diputación, auxiliados por religiosas de San Vicente de Paul «Hermanas de la Caridad». El Hogar Provincial Cántabro se inauguró el 26 de agosto de 1.946. Acogía chicos y chicas desprotegidos. Podía albergar unos 1.500 acogidos de unos y otro sexo. La situación en ese momento era muy mala. En 1.939 acabó la Guerra Civil Española, en 1.941 se quemó parte de Santander y en 1.945 finalizó la II Guerra Mundial. Disponía de una escuela de aprendices, con sus correspondientes secciones de imprenta, zapatería, sastrería, carpintería...
Está claro que los sistemas pedagógicos y la situación política y social eran muy distintos a los actuales. Hoy se evitan los macrocentros y el trato con el menor es mucho más humano, cercano, directo, comprensivo y cálido. Residen en unidades familiares que son dirigidas por educadores, psicólogos y trabajadores sociales profesionales.
El núcleo más importante en el que el niño debe crecer, en todos los aspectos, es la familia, siempre que ésta no sea negativa y el menor no se encuentre desatendido y desprotegido ante esa realidad.
Al igual que se nos pide y exige memoria histórica, por otros casos, nuestras autoridades y la sociedad, deben de ser sensibles, ya que tienen una deuda moral importante con aquellas personas que estuvieron acogidas en ese «Hogar» pues, carecieron de casi todo, en momentos claves de sus vidas; especialmente, del cariño y del afecto de un ser querido. Mi consideración, reconocimiento y agradecimiento a maestros, cuidadores, monjitas y todos aquellos que trataron de hacer la vida más feliz y agradable a esos niños abandonados por la situación tan tremenda de la época en la cual les tocó vivir.
Que no nos volvamos a encontrar, en la educación de nuestros hijos ,«celadores» ni ningún tipo de práctica represiva que coharte el desarrollo total de las capacidades del menor.
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