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SOCIEDAD

Una noche en Sussex Square

JAVIER MUÑOZ

Martes, 14 de diciembre 2010, 01:11

Me perseguisteis noche y día. Habéis llegado a poner precio a mi cabeza». Michael Collins, uno de los jefes del Ejército Republicano Irlandés (IRA) y de su rama política (Sinn Fein), estuvo a punto de perder los estribos con Winston Churchill, a la sazón ministro británico de las Colonias, cuando éste lo recibió en su residencia para negociar la autodeterminación del sur de Irlanda. En aquella casa londinense, situada en Sussex Square, se celebró a finales de 1921 un singular encuentro del que se van a cumplirse 90 años precisamente cuando Euskadi especula sobre el alto el fuego definitivo de ETA. El entonces primer ministro británico, el liberal galés David Lloyd George, había subido al piso superior para conversar con el líder de la delegación irlandesa, Arthur Griffith. Mientras tanto, Collins se había quedado en la planta baja con Churchill y con el compañero de gabinete de éste, Lord Birkenhead, ministro de Hacienda. «Había crisis y las negociaciones parecían pender de un hilo», relató el anfitrión en su libro 'Pensamientos y Aventuras' (1938).

La tregua entre el IRA y el Reino Unido se había declarado durante el verano, pero el diálogo no era sencillo. Los irlandeses habían luchado de forma despiadada contra los británicos y estos habían respondido con la guerra sucia. La sangre todavía estaba fresca. Collins, ministro de Finanzas del Gobierno rebelde, había sido un feroz adversario como jefe de inteligencia del IRA. Fue idea suya la creación de los 'Doce Apóstoles', una banda de pistoleros que asesinó a decenas de enemigos que pretendían infiltrarse en sus filas. Conocido como 'Big Fellow' (grandullón), era un hombre que, pese a sus escasos 30 años, comprendía que estaba perdiendo la guerra y debía negociar. Sin embargo, como no se consideraba un político, le disgustó que el presidente del Sinn Fein, Eamon de Valera, le hubiera sacado de la clandestinidad y enviado a Londres para participar en unos contactos de resultado incierto.

Churchill sabía que Collins era más respetado en el IRA que Griffith. Cuando ambos aparecieron aquella noche por su casa, para discutir el tratado que consagró la separación del Ulster y el resto de Irlanda, el mandatario inglés comprobó que Collins «se hallaba en el momento más difícil de su carácter, lleno de reproches y desconfianzas». «Espere un momento», le interrumpió, tratando de aplacarlo. Acto seguido desvió la conversación hacia sus recuerdos de la segunda guerra de los bóers, el conflicto que enfrentó al Imperio británico con los surafricanos de origen holandés entre 1899 y 1902. Había participado en aquella contienda como periodista del 'Morning Post' y también como soldado. Durante aquellos días se hizo popular entre sus compatriotas cuando se fugó de un campo de prisioneros y el enemigo ofreció 25 libras a quien le capturara vivo o muerto. Aún guardaba enmarcado el anuncio de la recompensa.

El precio de su cabeza

Al encontrarse con Collins cara a cara, Churchill descolgó el documento de la pared. «No es usted el único», le retó. A continuación, en tono zalamero, admitió que las 25 libras que habían ofrecido por su cabeza en Suráfrica no podían compararse con las 5.000 que, según se creía entonces, el Reino Unido había estado dispuesto a pagar por el terrorista irlandés que le visitaba en su domicilio. «No hay duda de que era un buen precio», remachó. El huésped, «conmovido hasta lo más profundo por las violentas alternativas que pugnaban en su interior», según la descripción de su interlocutor, echó un vistazo al papel y soltó una carcajada. «Toda su irritación desapareció», subrayó Churchill. «Sostuvimos una conversación amistosa y, desde entonces, aunque debo reconocer que íntimamente existió siempre un abismo entre nosotros, jamás perdimos la base de una mutua inteligencia».

Los dos negociadores cargaban sobre sus espaldas un sinfín de atrocidades. Churchill había servido en la India y se había adentrado en los territorios pastunes situados entre los actuales Pakistán y Afganistán. Había participado en la expedición contra el Madhi en Sudán -para vengar al decapitado general Gordon, el general Kitchener desenterró el esqueleto del caudillo musulmán y utilizó el cráneo como tintero-. También había sido testigo de las atrocidades padecidas por el pueblo bóer en los campos de concentración británicos. Y había vivido en primera línea la catástrofe de la Primera Guerra Mundial, de la que surgieron los 'Black and Tans', escuadrones que fueron enviados a Irlanda desde las trincheras de Francia para responder «al terror con el terror».

Collins, por su parte, había cogido el testigo de los 'dinamiteros' fenianos que sembraron de bombas las ciudades inglesas a finales del XIX. Muchos eran estadounidenses de origen irlandés que habían idealizado la tierra de sus antepasados y luchado en la Guerra de Secesión. Con el cambio de siglo, el nacionalismo irlandés acabó liderado por el Sinn Fein, una opción que se impuso sobre otras alternativas tradicionales y más posibilistas debido a la brutalidad con que Londres reprimió el Levantamiento de Pascua, la revuelta organizada en Dublín en 1916, y también por la imposición del reclutamiento obligatorio en Irlanda. El típico activista del IRA pasó a ser un hombre soltero, ex soldado del Ejército británico, que vestía gabardina o chaqueta de cuero y aplicaba el 'ojo por ojo' con pistola, rifle o la metralleta 'Tommy'.

Sentencia de muerte

La tregua llegó en julio de 1921 tras una espiral de atentados. A pesar de la crueldad que había alcanzado el conflicto, los negociadores que participaron en las conversaciones de paz, celebradas de octubre a diciembre en Londres, estrecharon lazos personales al darse cuenta del precio que iban a pagar ante sus opiniones públicas. Lord Birkenhead confesó que el arreglo político supondría su «condena a muerte política», mientras que Collins apostilló que, en su caso, supondría su «condena, lisa y llanamente». Los irlandeses tuvieron que aceptar la permanencia del Ulster en el Reino Unido y la conversión del resto de su país en un 'dominio' británico, como Australia y Canadá. Esas concesiones le granjearon a Collins el odio de la facción irlandesa que sólo aceptaba una república independiente, un grupo de activistas «cuyos métodos conocía perfectamente», recordó Churchill. De hecho, el responsable del IRA se sinceró con su anfitrión antes de abandonar Sussex Square: «Espero que me matarán pronto. Será una colaboración más. Mi muerte prestará a la paz mayores servicios que mi vida».

Y así ocurrió. Michael Collins fue abatido en agosto de 1922, poco después de que el otro miembro de la delegación irlandesa, Arthur Griffith, falleciera de una insuficiencia cardiaca. A Collins le tendieron una emboscada durante la guerra civil que se desató entre los partidarios y detractores del tratado angloirlandés, en la que salieron victoriosos los primeros. Se dice que horas antes de morir, con un rifle en las manos, había pedido un favor: «Díganle a Winston que nunca lo habríamos conseguido sin él». Años más tarde, cuando Churchill escribió sobre aquel jefe del IRA, le definió como un hombre que «cumplió su palabra».

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