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IÑAKI EZKERRA
Viernes, 1 de julio 2011, 02:17
La fotografía siempre me ha inspirado prevención, sobre todo cuando se habla de ella como arte. Nunca sé si admirar a los fotógrafos premiados con el Pulitzer o detestarlos. Veo la famosa foto de Eddie Adams en la que un sujeto dispara a la sien de un muchacho en la guerra de Vietnam y me entra una mezcla de gratitud e irritación. ¿Qué pensó el artista?: ¿El mundo debe enterarse de esta canallada? ¿Mira por dónde qué suerte he tenido? ¿Así, así, posen los dos un poco más a la derecha? El problema viene de que la fotografía no es ya que sea un arte sin palabras sino que es la más enfrentada y radical antítesis de éstas. Si no hay ningún pintor ni ningún músico que hayan ido a la cárcel por lo que han pintado o lo que han compuesto sino por lo que han dicho, en el caso de los fotógrafos el pensamiento, el mensaje, la intencionalidad, la ideología, el contenido subjetivo de la obra quedan reducidos a la mínima -por no decir a la nula- expresión. En un fotógrafo puede haber un ser sensible o un idiota enardecido con la impunidad del clic voyeurista. Está demasiado cerca el genio del turista simplón que lo fotografía todo. La historiadora alemana Harriet Scharnberg ha revelado en estos días que el austríaco Franz Krieger fue el fotógrafo secreto de Hitler, el tipo que hizo cientos de instantáneas, que han permanecido inéditas, del carnicero de Europa y de sus víctimas. Después de esa labor decidió dejar el departamento de propaganda nazi y convertirse en un simple soldado. Pero nunca sabremos si fue porque se horrorizó o porque se aburrió.
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