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TRIBUNA LIBRE

La caza del maestro

Ahorrar es necesario, pero invertir en analfabetismo es a la larga un mal negocio

JOSÉ MARÍA ROMERA

Viernes, 8 de julio 2011, 02:18

Las autoridades educativas de varias comunidades han aprovechado el inicio de las vacaciones escolares para aplicar duros recortes al profesorado de colegios e institutos. Crecen los alumnos y se reducen los profesores, lo cual no deja de tener su lógica: hay que hacer hueco para que quepan los muchachos, que además vienen con mayor estatura y más obesos cada año. Eso, y el ahorro. Cargando a cada docente con alguna hora lectiva más a la semana quedan amortizados unos miles de puestos y unos millones de euros. Y es que también en la educación los argumentos económicos han acabado por imponerse a cualesquiera otras razones de calidad, de cultura, de igualdad o de previsión de futuro.

En la primera fase de la crisis, cuando aún era posible formular buenas intenciones, se oía decir continuamente que había llegado el tiempo de la educación y que -¿recuerdan el soniquete aquel de «la crisis es una oportunidad»?- la mejor manera de encarar las dificultades era invertir en enseñanza. Pero a la hora de la verdad los tijeretazos también han llegado a las aulas. Y lo han hecho en verano, cuando los docentes han consumido sus últimas energías y empiezan su prolongado e impopular ocio veraniego. O, visto de otro modo, cuando los profesores no pueden declararse en huelga ni celebrar asambleas como no sean virtuales. No es lo mismo, claro. En los foros y las redes sociales, por cada profesor que expone sus quejas hay una docena de internautas airados que se lanzan a degüello contra la profesión docente, con tanta o más virulencia que si se tratase de lapidar a Teddy Bautista. Quizá eso sea lo preocupante de veras: el encono dormido, el resentimiento, las ganas que la ciudadanía les tiene a sus maestros y que las autoridades manejan con astucia sabiendo que cualquier protesta del gremio está condenada de antemano a la derrota por abucheo general.

Mal asunto. Una sociedad que mira con ojeriza a sus enseñantes lo tiene algo complicado para avanzar en la buena dirección. No digo que el profesor deba gozar de privilegios de clase o quedar exento de las penurias que se abaten sobre sus vecinos. Ni siquiera que haya de blindársele con el estatuto de autoridad pública que le han otorgado en los últimos tiempos algunas leyes tan excesivas como vergonzantes. El maestro alcanza su verdadera talla social cuando sus iguales depositan en él la más delicada de las confianzas: la inherente al encargo de instruir a los que vienen detrás. Endurecer las condiciones de su trabajo es apostar por el fracaso del encargo. Y avivar los prejuicios catetos contra la figura del docente para silenciar sus protestas no pasa de ser un recurso fácil de malos gestores que a cambio de pequeñas victorias están dispuestos a dejar el campo de batalla sembrado de minas. Ahorrar es necesario, pero invertir en analfabetismo es a la larga un mal negocio.

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