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Una semana en otro planeta
SOCIEDAD

Una semana en otro planeta

Burning Man, el festival más raro del mundo, reúne a 50.000 personas en un desierto de Nevada

CARLOS BENITO

Domingo, 4 de septiembre 2011, 02:02

A los organizadores del Burning Man les gusta decir que lo suyo no es exactamente un festival. Prefieren llamarlo «comunidad experimental», aunque eso quizá no aclare mucho las cosas. El evento en cuestión tiene tan pocos paralelismos con nuestra experiencia cotidiana que sus responsables acaban definiéndolo en negativo: lo que reúne esta semana a 50.000 personas en pleno desierto de Black Rock, en Nevada, no es ciertamente un festival de música, pero tampoco se trata de una ceremonia pagana, ni de un cónclave hippie, ni de una aparatosa recreación de los ambientes de 'Mad Max'... De hecho, están tan hartos de que los malinterpreten que han creado un manejable «generador de frases», capaz de equipar al periodista perezoso con 160.000 «descripciones coloristas» del evento, todas ellas inexactas, como 'orgía apocalíptica seudotribal', 'ciberrevolución criptoanarquista' o 'pesadilla neosatánica inducida por las drogas'.

En el Burning Man, los que proporcionan el entretenimiento son los propios asistentes. Viene a ser como si decenas de miles de personas se citasen en este lugar remoto para demostrar que conservan la esencia del niño que fueron, aquella saludable capacidad de imaginar mundos nuevos y compartirlos con los demás, a la vez que son lo suficientemente adultos como para sobrevivir en un entorno hostil, donde las temperaturas diurnas superan a menudo los 40 grados y las nocturnas se desploman hasta rondar el cero. Los 'burners', entre los que abundan las familias enteras, no son espectadores sino participantes, que llegan preparados para regalar algo a los demás: instalaciones artísticas, campamentos temáticos con los servicios más variados, objetos hechos por ellos mismos, actuaciones o, en fin, su propia apariencia, que puede oscilar entre el atuendo más extravagante y la completa desnudez. La ciudad provisional, instalada en el lecho seco de un lago, es una estructura circular donde las calles tienen nombres y números, pero lo más habitual -y quizá lo más recomendable- es perderse y dejarse llevar por las sugerencias que vayan saliendo al paso.

Los diversos campamentos temáticos plantean propuestas de ocio que oscilan entre lo convencional -es decir, música y bebida, aunque se pueden encontrar músicas y bebidas muy poco habituales- y lo disparatado. Ahí está, por ejemplo, el Equipo de Investigación de la Amplificación de la Flatulencia (cuyas siglas en inglés son FART, pedo), que brinda la oportunidad de ventosearse a través de un megáfono, o el Estudio de Retrato Genital, que «captura ese ángulo especial de ti mismo», o los aficionados a la disciplina inglesa que sirven a sus parroquianos «café superfuerte» y una buena azotaina en las nalgas. Todo debe ser gratis, porque en Burning Man está prohibido el comercio: en la edición de 1998 entregaron a la Policía a unos sujetos que estaban vendiendo droga, pero lo mal visto allí era el acto, no la mercancía. En el recinto solo se puede comprar café y hielo, y eso significa, por supuesto, que hay que llevarse todo lo necesario para mantenerse con vida durante una semana, a menos que uno sea un maestro de las relaciones vecinales y el trueque.

El ritual de las llamas

En el centro de la vasta ciudad se ha alzado durante toda la semana una figura humana de quince metros a la que se prendió fuego anoche: esa ceremonia, que reúne a la comunidad en pleno, es lo que da nombre al Burning Man, el Hombre que Arde. Todo empezó hace veinticinco años en una playa de San Francisco, cuando el fundador, Larry Harvey, quemó un monigote de madera en compañía de un grupo de amigos, en lo que él llama un acto de «expresión radical». Esta edición, la de las bodas de plata, es la primera que ha agotado las entradas, que cuestan de 150 euros para arriba. Los 'burners' más veteranos se quejan de que antes todo era mejor, de que la gente participaba más y había menos normas, y en eso último no les falta razón: la utopía multitudinaria sería un desastre sin unas cuantas reglas. Por ejemplo, hay que usar papel higiénico de una sola capa, para no cegar los váteres, y están prohibidos los perros: «Son propensos a responder de forma adversa a los ruidos a mucho volumen, los grandes sistemas de sonido, las explosiones, los fuegos artificiales y las personas con disfraces locos», justifican los organizadores. «Somos una comunidad radicalmente libre -añaden-. Si no estás de acuerdo con nuestras reglas, eres libre de fundar tu propio evento».

Mañana, el Burning Man concluirá y las 50.000 personas abandonarán el desierto de Black Rock: dicen que, a muchos, la experiencia les marca hasta el punto de llevarles a cambiar de pareja, de trabajo, de vida. Pero decenas de voluntarios permanecerán allí dos o tres semanas más. Entre los diez principios que gobiernan el festival, en su mayoría conceptos abstractos, hay uno muy concreto que obliga a no dejar rastros en la naturaleza: cuando acabe la limpieza, este 'tumulto ritualista postbohemio' (gracias, amigo generador) parecerá un increíble espejismo.

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