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G. MARTÍNEZ
Domingo, 19 de febrero 2012, 14:42
Dicen que la memoria puede jugar malas pasadas. A veces, hace revivir recuerdos que uno prefiere enterrar en el olvido. El 19 de febrero de 1992 es una fecha marcada a fuego en la historia reciente de Santander. Ese día, La Albericia fue escenario del atentado más cruento de ETA en Cantabria. Un coche-bomba se llevó tres vidas por delante, hirió a 19 personas y dejó corazones rotos y pesar en la memoria de supervivientes y testigos. 20 años después, el popular barrio no olvida. Ascensión Mancebo, Francisco Vega, Benito Saiz, Manolo Bustamante y Antonio Alonso lo vivieron en primera persona. Hoy ponen voz al relato de esta tragedia.
Un miércoles frío. Aquel miércoles de febrero hacía mucho frío. La tranquilidad reinaba en el barrio de La Albericia, donde los vecinos se ocupaban de sus rutinas diarias. Ascensión había trabajado en su tienda-bar y Antonio concluía su jornada en una empresa de maderas. Manolo, cámara al hombro, había buscado las mejores imágenes para ilustrar las páginas de EL DIARIO MONTAÑÉS y Francisco, agente de la Policía Nacional, regresaba de patrullar las calles de la ciudad junto a su compañero Benito.
Un día como cualquier otro, cuyo evento más importante debía haber sido un partido de la Selección Española de Fútbol. Un amistoso contra la CEI, la Comunidad de Estados Independientes posterior a la Unión Soviética. La calma se adueñaba de las calles a medida que caía la noche. Nada hacía sospechar que un atentado de la banda terrorista ETA sembraría el caos y trastocaría la rutina de muchos vecinos, en algunos casos para siempre.
La explosión. A las 20.13 horas, un estruendo estremeció todo el barrio. 20 años después, Manolo recuerda con precisión milimétrica la hora del atentado. El fotógrafo de EL DIARIO, ya jubilado, salía de trabajar, cuando el semáforo de la calle Albericia le hizo detenerse. Justo al lado, Antonio se tomaba una caña en un bar con unos amigos: «Oímos una explosión y pensamos que había estallado una bombona de butano de alguna casa». Ascensión tampoco se imaginaba lo sucedido y recuerda que «se escuchó un estallido tremendo». Pensó que se había caído un edificio.
«Fue como si apagaran la luz de repente», cuenta Benito. Ni él ni Francisco se acuerdan de lo que pasó. El coche-bomba (un Ford XR2, color blanco y matrícula de Burgos) explotó al paso de su furgón policial. En su interior, los terroristas colocaron 25 kilos de amonal, cadenas y tornillos. «Dos amigos y yo salimos del bar y no se veía nada -recuerda Antonio-. Cuando el humo se disipó, nos encontramos el coche de la Policía completamente desguazado. Ahí empezó el caos». Ascensión salió corriendo de casa de sus padres. Al pisar la calle, descubrió un espectáculo dantesco: «Todo estaba lleno de escombros, la gente gritaba y lloraba...».
Manolo se bajó del coche -que se había levantado unos metros por la explosión- y empezó a hacer fotos. Ante sus ojos, vecinos y agentes de Policía Nacional corrían de un lado para otro. «Lo primero que vi fue a los dos policías heridos. Después, miré el coche que estaba detrás del mío y su conductor estaba inconsciente». Más tarde le comunicarían que había fallecido. Antonio se cruzó con el fotógrafo. No se creía lo que había pasado: «La gente estaba desorientada. Los policías venían corriendo desde la comisaría. Junto a unos amigos, sacamos a uno de los agentes del coche (Francisco). Al otro (Benito) no pudimos porque estaba atrapado entre el amasijo de hierros».
10 minutos de pánico. El atentado más sangriento de ETA en Cantabria provocó escenas de auténtico pánico. En el cruce de La Albericia, la confusión se mezcló con los escombros y los restos de metralla. El coche-bomba se llevó por delante tres almas: al matrimonio formado por Eutimio Gómez y Julia Ríos y a Antonio Ricondo. Los tres recibieron el impacto directo del explosivo, al igual que los dos agentes, Francisco y Benito. «Mi primer recuerdo es en Valdecilla, justo antes de que me metieran a quirófano», explica el primero. Su compañero cuenta que, por culpa del atentado, pasó 33 días en «coma profundo». En el cruce, efectivos de la Policía Nacional intentaron asegurar la zona. La virulencia de la explosión hizo que el coche-bomba se empotrase contra uno de los edificios. La fuerte onda expansiva afectó a varios turismos e inmuebles. Uno de ellos tuvo que ser desalojado, pues temían que se derrumbase.
«Después de sacar al policía, recuerdo que tapé a una pareja que estaba tendida en el suelo», cuenta Antonio. Su memoria ha preferido borrar las imágenes más horribles y comenta que no recuerda bien a los fallecidos. Manolo en cambio no ha podido olvidarlos. Las fotografías que realizó en aquellos duros momentos -«hasta que la situación se normalizó»- quedarán como testigo mudo de aquel horror. Minutos después, todos abandonaron el lugar que quedó protegido por un cordón de la Policía. Entonces, La Albericia pasó del caos al silencio absoluto.
El día de las casualidades. Manolo dejó de hacer fotos y se fue andando al periódico. En el callejón, no pudo evitar echarse a llorar. «Mientras estuve allí, no pensé en el peligro -explica-. Después, me di cuenta de que si la bomba hubiese explotado tres minutos antes, tendríamos que lamentar una auténtica masacre». Y es que a las 20.10 horas, el autobús municipal abandonó la parada de La Albericia. El 19 de febrero de 1992, cuentan los testigos, fue el día de las casualidades. Ascensión recuerda que sus hijos siempre salían a jugar a esas horas. «Lo hacían justo donde paró el coche-bomba, pero como hizo tanto frío, se quedaron en casa», comenta.
A Francisco y Benito una mala coincidencia también les llevó hasta el cruce. Regresaban al cuartelillo desde los Juzgados de Las Salesas: «Los etarras pusieron la bomba ahí porque era el camino que tomábamos para entrar y salir de la comisaría. Sabían que podían pillar a alguno y nos tocó a nosotros». La cena salvó a los padres de Antonio: «Estaban en la terraza y unos minutos antes del atentado, mi madre le dijo a mi padre: 'Anda, vamos a hacer una tortilla de patatas para cenar'. Si se hubieran quedado un poco más...».
El paso del tiempo. «¿Olvidar? No se puede. Es una sensación horrible. Al día siguiente la escena era desoladora, todo estaba roto y la gente, muy triste, apenas hablaba... aún no sé cómo explicarlo», comenta Ascensión. Aunque han pasado 20 años, no puede evitar emocionarse al recordarlo. El paso del tiempo no ha diluido aquel miércoles negro de la memoria de sus protagonistas. Francisco da «gracias a Dios». Durante años sufrió secuelas físicas y psicológicas: «Te cambia la vida totalmente. Algunos de mis compañeros murieron a manos del terrorismo, pero hasta que no te llega el momento, no sabes lo que es. Lo que más siento es que en ese atentado fallecieron tres personas inocentes». Desde entonces, este agente jubilado tiene dos cumpleaños porque ese día, afirma, volvió «a nacer». Benito, su compañero, coincide y añade que «lo peor vino después. Estuve muy fastidiado. El atentado me dejó medio ciego, medio sordo y medio manco. Así que no, no he podido olvidarlo».
20 años después todos recuerdan el «calvario» que supuso reconstruir sus vidas, tanto en lo personal como en lo material. Ninguno perdona a los terroristas ni cree que ETA desaparezca algún día. El recuerdo de ese fatídico 19 de febrero sigue presente en la memoria de los vecinos de La Albericia. Un monolito blanco con una talla de una paloma de la paz conmemora la tragedia y se suma al deseo de todos los que vivieron aquellos difíciles momentos: que ese horror no se repita nunca.
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