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ÁLVARO MACHÍN
Domingo, 30 de septiembre 2012, 20:18
El teléfono no deja de sonar. «Qué vergüenza», repite. Se ruboriza porque le llaman para felicitarle y se extraña de que le traigan algún detalle. «¿Cómo se va a comer el cura del Barrio Pesquero esto con la cantidad de gente que lo pasa mal? Es una vergüenza...». Lo cuenta uno de los que ha pasado a saludarle. Porque de su casa no sale una palabra. Por humildad y por respeto. Hace unos días se fue Don Julián, un hermano de vida (y eso une más que un vientre), y en este piso de la plaza del Muergo nadie quiere homenajes. Pero la historia de Alberto Pico, que se molesta si le tratan de usted, es una de esas que deberían contarse a menudo. Que es bueno que se escuche. Y su cumpleaños número 81 es una excusa como otra cualquiera. Fue el jueves.
Es difícil condensar en un párrafo el significado de un hombre tan cargado de definiciones. Fue marino con objetivo en mente y después cura de pueblo. Maestro de niños empeñado en construir un nuevo modelo de enseñanza con menos lecciones de carrerilla y más humanidad. Cura sin complejo de cura unido personalmente a las corrientes de opinión del padre Llanos o del padre Alegría -que se marcharon a vivir al pozo del tío Raimundo- o de Jesús Aguirre, el sacerdote intelectual que acabó casado con la Duquesa de Alba. Pero, sobre todo, vecino y hombre de un Barrio Pesquero que ayudó a transformar. Del destino para aquellos hombres y mujeres 'desalojados' de un centro que les miraba por encima del hombro a lugar habitable. Y todas estas frases surgen de una mañana de trote por las calles que toman su nombre de los personajes de Sotileza.
El barrio habla. Conoce las frases necesarias para construir la biografía de este tipo grande que escruta con unos ojos claros y que no necesita recordar a quién saluda para darle un abrazo. «Hace 81 años que nació un niño en La Habana de raza blanca al que se le puso por nombre Alberto Arturo Damián», lo dicen los vecinos de oírselo contar. Es devoción lo que se siente por él. La última procesión de la Virgen del Carmen se paró bajo su ventana para que salieran a saludarse. La Virgen y Alberto. Es emocionante hasta escribirlo. Anda pachucho y esta vez no pudo acompañar a su familia, el barrio, en su paréntesis de fiesta entre tanto salitre y sudor.
Hijo de madre mexicana -«Estado de Michoacán, Morelia», es otra frase que le han escuchado siempre pegada a la boca- y de padre natural de Guriezo. De meses se lo trajeron para España. A la casa familiar a la que fue a parar para hospedarse un tal Feliciano Calvo, un cura que acabó siendo padre, madre y todo lo que tuvo que ser. Porque el joven Alberto perdió a su madre a los once y a su padre lo tenía más allá de un océano. Así que a 'Curanono' -el crío escuchaba lo del 'cura Feliciano' y la lengua decidió recortarlo- le tocó tirar del chaval. Se le llevó a Santoña y, después, a Corbán. «Yo me di cuenta de que quería ser sacerdote cuando ya lo era», comentó Pico en una entrevista que le hicieron unos escolares. Tenía 24.
Embarcado
Luego vino el barco, donde acumuló muchas de las historias que luego sembraron sus consejos. La mar, las aventuras... Tuvo que pedir permiso al obispo para navegar. Pero Pico no se embarcó sólo por el ansia de conocer el mundo. En sus viajes de meses a bordo del 'Comillas', el 'Guadalupe' o el 'Alonso de Ojeda' estaba el deseo y la promesa personal de estrechar la mano a su padre. Y aquello era la única manera para un chico de 25 o 26 años de llegar hasta Cuba. Con los pies en tierra fue ya cura en Laredo y Secadura. Son los últimos episodios antes del gran tomo de su biografía. Los antecedentes del sinónimo de su nombre, el Barrio Pesquero.
A comienzos de los sesenta, las sotanas de Guillermo Simón Altuna y Miguel Bravo eran las que pululaban entre los barcos. «Altuna era un organizador nato y Bravo un visionario. Inició un proyecto que perseguía la transformación de lo que había a través de la educación. Creó la filial número dos para que los hijos de los pescadores tuvieran la posibilidad de estudiar el Bachillerato Elemental. Tuvo hasta que recurrir a trucos y pequeños engaños para conseguirlo porque aquello suponía una revolución». Lo explica Tomás López, al que Pico trajo años después para dirigir el centro de estudios. Fue Bravo, sabedor de que la muerte ya le rondaba, el que pensó en Alberto como sustituto. Lo eligió él. Por amigo y porque era el idóneo para continuar con su proyecto. «En 1970 -relata López- Alberto me pidió que dejara mi puesto de catedrático en el Instituto de Torrelavega para venir a dirigir la filial. Era como bajar de categoría, pero yo estaba muy cercano a sus ideas, al proyecto de hacer una 'comunidad de vida' con un modelo diferente de enseñanza». Pico creó una escuela con la idea de que no fuera «gravosa para nadie». López no oculta que si alguien no podía pagar se falseabana las cifras del número de alumnos «o lo que hiciera falta». «Creamos un clima con los alumnos más allá de asignaturas». Su labor empezó a calar en el barrio a través de los niños. «El primer día que vino al colegio yo estaba en segundo de bachiller. Nos daba clases de religión, pero lo mismo un día hablábamos del combate de Cassius Clay. Nos llevaba a ocho niños en una Vespa haciendo los viajes que hicieran falta. A donde fuera. Porque él enseñaba valores, a ser compañeros, a participar...». Julio Abundio, el dueño de 'La Gaviota', es uno de los 'hijos' de Pico. Chavales a los que casó y a cuyos hijos ha bautizado. Como a los dos de 'Pin', de 'Los Peñucas'. «Yo me casaba en San Roque y Alberto me dijo que me casaba él. Llegó la hora y no estaba. Estuvimos esperándole y no vino. Me tuvo que casar otro cura que había vivido en el barrio y que estaba invitado. Al día siguiente le llamé y me dijo que se le había olvidado por completo». Nunca ocultó que era muy despistado.
Don Julián y las monjas
Pico caló en el barrio. Se fue adaptando y «se hizo un poco de cada casa». En un lugar en el que el profesor solo conseguía que los críos volvieran del recreo desenvolviendo un bocadillo. En el que una mujer sorteaba cada semana una manta que todos sabían que nunca existió. «Nos metía a cincuenta críos en un bus y nos llevaba a Secadura. Arrasábamos con todo». O a Villatomil. Le fiaban en la carnicería y, al regresar, «atracaba a todos los conocidos» para pagar la deuda.
Pico se apoyó en muchos. Pero, sobre todo, en las monjas. «Hace poco le vi llorar -cuenta Pin- porque alguien puso en duda la labor de las monjas en el barrio. Tiene narices...». Las monjas y Julián Torre. Don Julián. Su sombra, su hermano pequeño durante décadas. El alma de la guardería o de la asociación de vecinos y de otros tantos proyectos. Falleció la semana pasada.
Con ellos fue ganando peso. Consiguió que el obispado cediera los terrenos de la filial para lo que fue ya un Instituto de Enseñanza Superior dependiente del Ministerio (el de ahora lleva su nombre, aunque le de vergüenza) y se convirtió en «un gran integrador social». Canalizó sus amistades repartidas por la ciudad -médicos, abogados, familias de la alta sociedad- a los problemas individuales de los vecinos del barrio. Convirtió el piso superior de la vivienda parroquial en habitaciones donde dio cobijo a más de uno que lo necesitaba. Porque su iglesia fue, además, un foco de atracción. «Eran misas tan cercanas que rompían con todas las convenciones litúrgicas. Eran un diálogo sobre los problemas con interpelaciones personales», cuenta López. «Venga, ya os dejo de dar lata», dice a menudo desde el altar. Y, algunos, al asistir a uno de sus funerales, se hacían fieles de una parroquia lejana. Por detalles como no cobrar por ningún oficio. «¿Entonces, para qué estoy yo aquí?», les respondía a los que intentaban pagarle.
Anda delicado y últimamente no ha salido a dar de comer a las gaviotas en la rampa al atardecer. Pero el barrio sabe que les mira y les siente desde el segundo piso de una vivienda de la Plaza del Muergo. Esa en la que ha celebrado con humildad sus 81 años y ha llorado por Don Julián. Que se acuerda de ellos aunque se le olviden algunas pequeñas cosas. Que Alberto Pico está allí. Como siempre. Para lo que haga falta.
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