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MARIÑA ÁLVAREZ
Domingo, 6 de enero 2013, 10:03
La aparición del cadáver del santanderino Alberto Rodríguez Martínez en la ciudad de Lille, 15 años después de morir, ha despertado el interés de genealogistas, representantes públicos y periodistas galos. Hurgan en su pasado, bucean en sus raíces en busca de herederos, mientras en Santander su familia clama «¡estamos aquí!», justo en el lugar desde el que un día Alberto partió a Francia y no volvió a dar señales de vida. Tanto es así que en los años setenta sus hermanos tramitaron su desaparición para poder vender unas tierras «y luego ya constaba como legalmente muerto», dice Juan Rodríguez Canales, uno de sus primos carnales por parte paterna, que revive la infancia y juventud de Alberto, al que consideraba «mi hermano mayor», con una memoria prodigiosa a sus 85 años de edad.
Pero Alberto no estaba muerto. Tuvo una larga vida en Francia hasta que falleció, se supone que en 1997 por los sellos de las cartas que aparecieron en su habitación cuando, el 19 de octubre de 2012, agentes de la unidad de edificios en amenaza de ruina entraron en su casa y se encontraron su cuerpo momificado sobre la cama.
La noticia consternó a la sociedad francesa, y más con el halo de misterio que rodea todo el asunto, ya que se supo que Alberto era propietario de varios edificios que había heredado tiempo atrás de una anciana que le sacaba cuarenta años.
¿Y qué pasará con su fortuna? Es la pregunta que se hacen sus parientes desde España, que ya han comenzado a hacer gestiones: «hemos ido al Ayuntamiento de Santander, a la Policía y contactado con el consulado español en Francia, y van y nos dicen que no enredemos, que el dinero pasará a ONG francesas», cuenta Juan, que piensa que «si es español, su dinero deberá volver a España. Aunque sea a ONG, pero españolas».
La prueba
Tiene una prueba: una foto de 1934 del desaparecido colegio La Paz de Santander, en la calle del Sol, «una cuna de republicanos». Ahí está Alberto, con dos agujeros en los ojos causados por los alfileres que le clavó Juan. «Me dijo que fuera monaguillo como él, y como yo me negué me pegó. Entonces yo respondí así. Cosas de niños». En la foto aparecen otros personajes conocidos de la ciudad, tan ilustres como 'Cioli', «y el padre del doctor Mons, y Mariano, del bar de El Puerto; y Pepe Cagigas; y Rivera, el del Banco de España...», va señalando.
Juan sigue viviendo en Sol-Entrehuertas, en la calle Santa Teresa de Jesús, muy cerca de la casa natal de Alberto, de la que hoy no queda nada, sólo un vacío solar. Juan y su mujer, Josefina, se quedaron «atónitos» al leer la noticia de que un santanderino llamado Alberto Rodríguez llevaba muerto 15 años. «¡Pero si es mi primo!», cuenta Juan que clamó. A la sorpresa siguió «una profunda pena, porque ha muerto sólo como una rata en un desván. Es sangre de mi sangre». Los familiares se pusieron al tanto y empezaron a atar cabos, pero dejan claro que no dan la cara para quedarse con su fortuna. «Me cago en todo el dinero del mundo con que pudiera haber sabido de él y darle un abrazo».
En caso de que los bienes de Alberto les lleguen, no tocaría a mucho. Sólo por vía paterna tiene veintitrés primos, con sus respectivos hijos, y dos sobrinos directos. Éstos últimos, en caso de aparecer, serían los legítimos herederos. Pero de momento continúan en el anonimato -al menos para sus parientes de Santander, que ignoran dónde han ido a vivir y hasta cómo se llaman-.
El árbol genealógico
Para entender el galimatías sucesorio casi hay que hacer un croquis: Alberto (el fallecido en Lille) era hijo de Salustiano Rodríguez y Concepción Martínez, que tuvieron dos hijos más: Miguel y Rogelia, ambos ya fallecidos. Rogelia tuvo un hijo, que también murió, y Miguel tuvo dos que, supuestamente, serían los legítimos herederos de la fortuna de Alberto, que falleció sin descendencia. Pero los primos de Alberto ignoran el paradero de estos sobrinos, a pesar de que han seguido su rastro en el municipio de Castañeda, donde se sabe que Miguel construyó una casa y vivió con su familia antes de trasladarse a Torrelavega.
Pues bien, Salustiano (padre de Alberto) tenía siete hermanos: Domingo (el padre de Juan), Lucía, Luciana, Consuelo, Rosalina, Pedro y Alberto. Los hijos de todos ellos serían, por tanto, primos carnales de Alberto. Entre ellos, los descendientes de Domingo: aparte de Juan, Carmen, Milagros y María Luisa (esta última ya fallecida).
El relato biográfico que aporta Juan comienza cuando Salustiano (padre de Alberto) y Domingo (padre de Juan) se trasladaron a Santander a principios del siglo XX desde Hoz de Anero, de donde procede la estirpe. Salustiano (el mayor) emigró a Escocia a trabajar en las minas y se llevó a sus hermanos Lucía y Domingo. Luego Domingo emigró a Canadá y Estados Unidos, y regresó a Santander en 1922 porque su madre enfermó. Fue entonces cuando conoció a Tomasa, una vecina de Salustiano (que ya se había casado con Concepción Martínez), «se enamoraron y se casaron», cuenta Juan sobre sus padres.
Salustiano y Domingo formaron sus familias uno al lado del otro. Alberto nació en 1921 y Juan, en 1927. «Ellos vivían en el número 8, nosotros en el 9. Alberto y yo éramos como hermanos», dice Juan, que define a su primo como «introvertido, de pocas palabras pero muy buena persona», en consonancia con las declaraciones de vecinos de Lille, que dijeron que era «antipático y gruñón», según las noticias tras el hallazgo del cadáver.
Alberto se hizo monaguillo en Los Carmelitas, «y ahí estuvo ocho años», y «entre 1942 y 1943», a los 21 años de edad, decidió marcharse a Francia. Juan dice que lo que motivó su huida fue «que era un amante de la justicia y de la libertad. No era ni de izquierdas ni de derechas, pero no podía soportar que, aun habiendo acabado la guerra, siguieran fusilando a la gente, porque en aquellos años cada día mataban a alguien en Santander». «A mí me dijo que se iba dos días antes. Yo le pedí, ¡llévame contigo! Pero me dijo que no, que era un mocoso». Se marchó. Y jamás se supo nada de él.
Juan dice que en su familia aquellos años se comentaba «que quizás lo habrían matado unos contrabandistas al intentar cruzar la frontera para robarle». También sospecharon que, tal vez, se había quedado refugiado en algún pueblecito de los Pirineos a esperar a que acabara la Segunda Guerra Mundial, «porque la Gestapo detenía a los republicanos que intentaban escapar y se los devolvía al caudillo», aunque insiste en afirmar que «mi primo no tenía ideología, sólo amaba la libertad y odiaba los fusilamientos. Siempre nos lo decía. Y por eso pienso que no quiso venir más a España, si no es inconcebible que teniendo hermanos y sobrinos nunca diera señales».
Fueron pasando los años hasta que en «los setenta», cuenta Juan, se encontró con Miguel -hermano de Alberto- en Torrelavega, «¡Coño Juanito!, me dijo, y yo le pregunté ¿Y Berto?, y me dijo que no sabían nada de él, que le daban por desaparecido, porque habían escrito a consulados de todo el mundo, hasta de Argentina, para buscarle, porque tenían que vender un eucaliptal en Hoz de Anero. Al final, la Administración lo dio por fallecido y pudieron vender la herencia de su madre». Esa fue la última 'noticia', hasta la que pudo leer en la prensa. Alberto murió solo y dejó en Santander una gran familia y demasiados interrogantes.
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