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TEATRO

El infierno son las otras

FERNANDO LLORENTE

Jueves, 27 de noviembre 2008, 01:56

En temporada, la oferta teatral en Cantabria es amplia, hay donde escoger, fines de semana escénicos que empiezan en viernes y terminan en domingo, tal como requiere un fin de semana que se precie. Ahí están las propuestas del Palacio de Festivales, con más frecuencia de la deseable apoyadas en títulos y autores, tan famosos como trasnochados, por más que se vendan como de a la última, montados por otrora reputados directores, que, venidos a menos, viven del prestigio de sus nombres. Las salas del Palacio de Festivales tienen su público, tan fiel que son muy pocos los que las traicionan -sería tanto como traicionarse a sí mismos- acercándose a conocer qué es lo que se ofrece en otras salas, que no sean la Casyc o la Bonifaz, y a esas con muchas restricciones y reparos. Pero también existen la Sala Escena Miriñaque, sin salir de Santander, o la del Concha Espina, en Torrelavega, o la del Liceo Casino de Santoña, por nombrar sólo tres, que más hay en la capital, y también en distintas localidades de Cantabria.

El caso es que el pasado fin de semana, en funciones de sábado y domingo, La Floja Teatro puso en el escenario de la Sala Escena Miriñaque un texto escrito por una de las actrices, Sara Sánchez, que bajo el título de 'Lady Beatriz de las Tuercas Flojas', está dirigido por José Antonio Díaz. Los componentes de La Floja, de procedencias geográficas variadas -Cecilia Revuelta, responsable de Edición Audiovisual, de Cantabria, de Colindres- y con variadas profesiones, se encontraron un día en el grupo de teatro universitario Tilmun, y juntos practicaron variadas disciplinas escénicas, algunas de las cuales activan en 'Lady Beatriz.'

Tres personajes femeninos -Mariana, Salomé y Beatriz-, representados por Ruth Suárez, Sara Sánchez y Beatriz Grimaldos, respectivamente, se encuentran en un espacio infernal de suelo blanco, rodeado de tubos fluorescentes rojos. Las tres, sin haber dejado opción a la humana, declaradas culpables por la justicia divina. Las tres condenadas a vivir la muerte en un rincón para ellas reservado en un infierno, que lo es precisamente porque ellas lo ocupan. Ellas son las infernales, cada una de ellas para sí mismas y para cada una de las otras. Las tres han perdido la vida de forma violenta: Beatriz suicidándose por un amor sin sexo; Mariana asesinada a tiros por un sexo sin amor; en la muerte de Salomé contó más el odio y la venganza por el engaño y la traición que el accidente del que fue víctima por ofuscación. A las tres las acompaña una silla -alguien tendría que estudiar el papel que juegan las sillas, dóciles y plurivalentes acompañantes, en tantas funciones teatrales-, con las que intercambian sus posiciones los personajes -los personajes mismos- al ritmo de una música en directo que los mueve con los pasos de una danza lenta y torpe, propia de unas recién llegadas a tan extraño lugar.

Es un cuarto personaje, masculino, la razón de ser de la muerte y condena de las tres mujeres: es el amado de Beatriz, el amante de Mariana, el marido de Salomé. Este personaje -Alejandro- no precisa de actor que lo encarne ni, también muerto junto a su amante acribillados por los disparos de Salomé, de otro infierno que los corazones y los pensamientos de las condenadas. Y de sus palabras, por las que sabemos de su cobardía, de su pusilanimidad, de su menguada hombría, de su incapacidad para amar. Su personaje en el infierno es el de un invisible pobre diablo.

En la función hay mucha palabra, que habla de amor sin sexo, de sexo sin amor, de traición, de pasión, de ternura, de sentimientos, de resentimientos, de venganza, de odio, en fin de componentes que se alternan, cuando no conviven, en las relaciones humanas, en general, en las de pareja, en particular. Con todo, el verbo joder es la palabra que más se repite en diversas variantes: jodido -la que más-, no me jodas, que te jodan, no te jode, o simplemente joder. En una película de Tarantino no se habría dicho tantas veces. Vale que una condena al infierno no dé para demasiadas lindezas lingüísticas, si no es Dante, aunque tampoco faltan en el texto de Sara Sánchez. Pero el dramático es un género literario y tanto 'jodido' evita trabajarse los adjetivos, y la economía lingüística quizá no merezca una condena en los tiempos, bastante «jodidos», perdón, «críticos», que corren.

Una función que tenga como soporte casi único el texto requiere de un trabajo actoral exigente. Los tres personajes sobre el escenario quedan identificadas previamente, antes de que hablen, por sus vestidos y calzados, rojos: Salomé, traje de chaqueta y zapatos puntiagudos de salón, conjunto de una dignidad encanallada; juvenil y discreto vestido -tipo Massiel cantando 'La,la,la'- y manoletinas de charol, atuendo de la inocencia culpable, Beatriz; descaro en el vestido escotado y las sandalias abiertas, Mariana. Descaro, inocencia y dignidad ofendidas. Las tres actrices saben mantener, con escasos altibajos, la condición de unos personajes que no hallan muchas diferencias entre el infierno que vivieron y en el que mueren.

Y sobre todo hacen convincente el duelo que en vida mantuvieron callado y que la muerte pone al descubierto con toda la crudeza de la condena. Un duelo en el que, resultando las tres perdedoras, sin embargo hay un atisbo de victoria: la del amor. En un sorprendente final el amor inmaculado de Beatriz está llamado a soportar vivo la condena, a no sucumbir definitivamente a la muerte.

El corazón de Beatriz es un pedazo de cielo en un infierno, del que, sin embargo, no puede escapar. Un corazón que redime también a Alejandro, el bien amado. No en balde la autora la concibió exnovicia.

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