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César Coca
Jueves, 1 de octubre 2015, 10:24
Suenan los primeros compases del vals y decenas, centenares de millones de personas en todo el mundo, de Japón a Sudáfrica, de Colombia a Nueva Zelanda, piensan de inmediato en Sicilia, la mafia y los asuntos de familia. En el rostro severo de Marlon Brando en la penumbra encarnando a Vito Corleone, rodeado de sus hijos y sus hombres de confianza. La saga de 'El padrino' de Francis Ford Coppola (1972, 1974 y 1990) no sería la misma sin la banda sonora creada por Nino Rota para las dos primeras. En la tercera, el compositor milanés ya había fallecido pero su música sigue presente, tal es la fuerza de una partitura única.
Nino Rota (Milán, 1911; Roma, 1979) es el prototipo de músico hiperactivo que no distingue géneros y que trabaja en pleno siglo XX como si estuviera en el barroco: sus obras contienen con frecuencia temas ya utilizados antes, homenajes a terceros, citas de sí mismo y de otros, variaciones sobre trabajos anteriores y armonizaciones diferentes de otras partituras. Seguramente por eso fue capaz de componer más de 170 bandas sonoras y casi otras tantas piezas 'clásicas', incluidas once óperas, 32 obras corales, diez conciertos para diversos instrumentos, cuatro sinfonías, una veintena de partituras de cámara y otras tantas para piano solo. Un catálogo gigantesco, insólito por su dimensión entre los compositores del siglo XX.
Nacido en el seno de una familia de larga tradición musical, Nino Rinaldi (ese era su verdadero nombre) fue un niño prodigio típico, si existe tal figura. A los once años compuso un oratorio, a los trece una ópera, antes de los catorce tenía una amplia colección de trabajos para piano... y así toda su vida. Se formó en Italia con Casella y concluyó su educación musical en el prestigioso Instituto Curtis de Filadelfia, donde fue alumno de Fritz Reiner en la asignatura de Dirección orquestal.
Entre los 20 años y su muerte, a los 67, impartió clases, dirigió el Conservatorio de Bari durante más de un cuarto de siglo, tuvo alumnos tan relevantes como Riccardo Muti y concibió tal cantidad de melodías que parece casi imposible. Todo en su vida era música. Tal es así que vivía en un pequeño apartamento dentro del propio conservatorio de Bari, y allí escribía a cualquier hora, sin cesar. Un ejemplo bastará para dar cuenta de su fecundidad creativa: en 1953 escribió trece bandas sonoras y varias piezas para sala de conciertos.
Muchas de las películas para las que trabajó han quedado sepultadas por un merecido olvido. Ni siquiera la música las ha salvado. No sucede en otras, porque Rota colaboró en filmes de los más grandes directores italianos de su tiempo: Fellini, por supuesto, pero también Alberto Lattuada ('Sin piedad', 1948; 'Anna', 1951), Luigi Comencini ('Prohibido robar', 1948; 'La bella de Roma', 1955), Mario Monicelli ('El médico y el curandero', 1957; 'La gran guerra', 1959), Franco Zefirelli ('La mujer indomable', 1957; 'Romeo y Julieta', 1968), Vittorio de Sica ('Los condenados de Altona', 1962) y Luchino Visconti ( 'Las noches blancas', 1957; 'Rocco y sus hermanos', 1960; 'El gatopardo', 1962). Y con un puñado de cineastas de otras nacionalidades: además del citado Coppola, Terence Young ('Valley of eagles', 1952), King Vidor ('Guerra y paz', 1956), René Clément ( 'A pleno sol', 1959) y John Guillermin ('Muerte en el Nilo', 1978), entre otros.
Rota habría pasado a la Historia de la música solo por la banda sonora de 'El padrino'. La de la segunda entrega le valió un Oscar (compartido con Carmine Coppola, padre del director, que escribió algunos temas menores) y si no lo ganó con la primera fue porque el tema de amor, objeto luego de mil versiones, ya había formado parte de la partitura de 'Fortunella', un filme dirigido por Eduardo de Filippo (1958) a partir de un guión de Fellini. La Academia de Hollywood se acogió a ese detalle para no otorgar el premio a una música inolvidable que era de lejos la mejor del año y seguramente de la década. Sin embargo, más allá de esa saga que los críticos consideran única dentro de la cinematografía universal, su trabajo está íntimamente ligado a la filmografía de Federico Fellini por un lado y de Luchino Visconti por otro.
Con el primero colaboró en casi una veintena de filmes a partir de 1952 y hasta su muerte. Con el segundo trabajó mucho menos, pero con una libertad superior. Algún amigo y confidente del compositor ha destacado que cuando este recibía una llamada de Fellini para un encargo, lo acogía con alegría por lo que suponía trabajar con un amigo. Cuando era Visconti quien lo hacía, sentía la emoción profunda de tener la oportunidad de hacer una gran música. La diferencia estaba en que Fellini le daba instrucciones muy precisas de lo que quería. En general, unas melodías intensas, a veces de una melancolía arrasadora, otras de carácter bufonesco; siempre relacionadas con las raíces populares. De ahí la diferencia entre las piezas de baile que crea para 'El gatopardo', un ejercicio de elegancia sublime, y la marcha circense con un ritmo trepidante de 'Ocho y medio'.
Si el valor de una música cinematográfica se mide por lo que aporta a los filmes, Rota puede ser el compositor más relevante. 'La strada' no alcanzaría las cimas de emoción desgarrada sin la melodía de trompeta de Gelsomina; 'Amarcord' no sería la comedia más melancólica sin el tema que toca al acordeón el viejo músico callejero y que aparecerá una y otra vez con instrumentaciones y tiempos diferentes; la historia de 'Romeo y Julieta' no tocaría el corazón sin el tema de amor que el milanés compuso y que para muchos es el mejor del cine de todos los tiempos. Vean esas escenas, como unas cuantas de 'El padrino', 'Rocco y sus hermanos' y 'Guerra y paz', quiten el sonido y se darán cuenta de que es la música de Rota lo que había conseguido que las recordaran.
Todo eso lo hizo sin salir de su despachito en Bari. Cuando recibió el encargo de la banda sonora de 'El padrino I' (Coppola decidió que debía ser suya tras escuchar la que había escrito para 'Rocco y sus hermanos'), puso como condición no tener que viajar a EE UU. En la segunda entrega sí lo hizo, porque quería controlar en mayor medida el uso de la partitura. En ese cuarto del conservatorio que dirigía, aislado del mundo exterior, puso música al amor más sublime jamás imaginado y a las muerts más violentas; a la penuria de la vida de unos artistas de circo en la Italia de la postguerra y al lujo decadente de un aristócrata que sabe que su tiempo ya es pasado; a las fiestas de la nobleza rusa amenazada por Napoleón y a los recuerdos de un cineasta cuya adolescencia estuvo marcada por el ascenso del fascismo. Había una melodía inolvidable para cada escena.
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