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Josu Eguren
Jueves, 2 de junio 2016, 13:59
Con permiso de Pedro Costa (Cavalo Dinheiro, 2014), João Canijo (Sangue do Meu Sangue, 2011) o Teresa Villaverde (Os Mutantes, 1998), Miguel Gomes es la voz más importante del cine portugués contemporáneo, el nombre que destaca por encima de todos aquellos que, directa o indirectamente, ... reclaman la titularidad de una larga estirpe de cineastas que ha dado ejemplos tan notables y representativos como los de Manoel de Oliveira, António Reis, Paulo Rocha y João César Monteiro. A sus 42 años, y con una corta pero imprescindible filmografía a sus espaldas, el director lisboeta cambia el paso en relación a sus anteriores trabajos con la presentación de un tríptico en el que recoge una cronología fragmentada de la crisis que azota los suburbios de Europa bajo el sugerente título de Las mil y una noches -su primera colaboración con el director de fotografía tailandés Sayombhu Mukdeeprom, que aceptó participar en el proyecto sin guión, escaleta, plan de rodaje ni financiación-. Una colección de relatos que certifica la elasticidad de la mirada de un cineasta capaz de cambiar de filtro en un simple parpadeo. Inmediatamente reconocible, a pesar de estar recorrido por emociones y sensaciones tan dispares como las que producen Abbas Kiarostami, Charles Chaplin, Jean-Luc Godard y Jacques Rivette, en el cine de Miguel Gomes el protagonista absoluto es el espectador: principio y final de un rosario de certezas y ambigüedades a partir del cual puede construirse un rango de discursos en el que caben desde lo intelectual hasta lo puramente lúdico pasando por la provocación.
Como corresponde a un enemigo declarado del realismo (que somete y dirige la mirada del espectador), el cine de Miguel Gomes es producto de una suma de deseos que se materializa a través del cruce entre memoria y ensoñación, en un espacio paralelo al de la vida corriente y en el que lo real se filtra a través de las grietas de la ficción. El retorno a la infancia, que es el de un arte que trata de recobrar la inocencia y la juventud perdidas a lo largo de más de 100 años de historia, es clave en el análisis de la obra de un autor que atrajo la atención de sus viejos compañeros de armas (Gomes ofició como crítico implacable en las páginas del diario Público entre 1996 y finales de 1999) con el estreno de A cara que mereces (2004), su primer largometraje (musical). En el ejercicio de una singular interpretación del cuento de Blancanieves (que ya había sufrido el más radical de los tratamientos posibles a manos de João César Monteiro en Branca de Neve, 2000), Gomes invierte la praxis psicoanalítica con la exposición de la crisis existencial que aflige a un treintañero enfermo de sarampión. Desdoblado en 7 personajes distintos, que se corresponden con los enanitos del clásico de los hermanos Grimm llevado a la pantalla por Walt Disney en 1937 (Blancanieves y los siete enanitos), el protagonista sufre una serie de metempsicosis pre mortem que le reconcilian con su verdadero yo. Una experiencia que podría simplificarse etiquetándola como surrealista, en la que se identifica el espíritu juguetón de un autor que es capaz de invadir la zona de confort del espectador de la manera más sutil e inesperada: una voz tararea los primeros acordes de My Rifle, My Pony and Me, de Dimitri Tiomkin, y la película se transforma mágicamente ante nuestros ojos.
'My Rifle, My Pony and Me', de Dimitri Tiomkin
Tráiler de 'Aquel querido mes de agosto' (2008)
Ejemplificando su falta de atención hacia el manual de buenas prácticas que rige el curso de las producciones convencionales, las películas de Gomes no nacen en la sobriedad de los blocs de notas ni en la frialdad mecánica de los procesadores de textos; su punto de partida hay que buscarlo en imágenes y fragmentos de la memoria que se articulan a medida que estas van descubriéndose a sí mismas en un intercambio de impresiones con la realidad que a menudo hace acto de presencia de la manera más caprichosa. Es el caso de Aquel querido mes de agosto (2008), un largometraje que se ordena entorno a una geografía de imágenes documentales para producir un choque de sensaciones contrapuestas puntualmente interrumpido por escenas meta cinematográficas en las que Gomes y su productor discuten sobre las dificultades que se derivan de su caótico método de trabajo. Lo inesperado como argumento final del diálogo con el presente imaginado y en perfecto equilibrio con el tono documental en el que registra varias historias paralelas que discurren a lo largo de un tórrido mes de agosto en un pequeño pueblo de Coimbra. Amor, recuerdos, celos, sexo, lágrimas de despedida, pasiones incestuosas y un ingeniero de sonido que escenifica el conflicto entre lo real y la fantasmagoría cinematográfica en un epílogo fundamental para todo aquel que pretenda acometer el análisis de la filmografía del director portugués (4 largometrajes y 7 cortos).
Tráiler de 'Tabú' (2012)
Fiel a su costumbre de partir la narración en dos mitades no necesariamente diferenciadas (a imitación de la estructura de El mago de Oz, de Victor Fleming, 1939) que a su vez se descomponen en una miríada de teselas irregulares a partir de las cuales el espectador puede reconstruir la imagen completa de un gran mosaico ficcional, Gomes divide Tabú (2012) en sendos capítulos cuyos títulos (Paraíso perdido/Paraíso) son una llamada explícita al clásico homónimo de F.W. Murnau y Robert Flaherty. Tras un prólogo en el que Gomes hunde los residuos de la vieja fantasía imperialista volcándonlos sobre las imágenes de una parodia de las aventuras selváticas de los años 20 -que no se constituye como una mera reproducción de las formas de un cine que dejó de existir-, el montaje por corte nos revela la presencia de una espectadora que mira a la pantalla desde un extremo diametralmente opuesto al que ocupaba Mia Farrow en La rosa púrpura del Cairo (Woody Allen, 1985). Pertenece a un trío de mujeres melancólicas que habitan el presente añorando el paraíso perdido de la juventud (Aurora, una vieja ludópata, su hija, Pilar, y Santa, una criada de raza negra que aprende a leer deshojando las páginas de Robinson Crusoe), una época a la que Gomes se remonta ejecutando un flashback tan sencillo como prodigioso con el que se disuelven las fronteras del sonido y el tiempo por medio de un raccord fugaz. La voz del que fue amante de la más anciana nos guía en la transición hacia la nebulosa de un pasado colonial donde se gesta la historia de amor prohibida entre un buscavidas y la esposa embarazada de un terrateniente. La cámara ilustra un melodrama, pero la voz en off del narrador, que se superpone sobre la mímica de los personajes silenciados, produce resultados fascinantes. Lo que en apariencia es una puesta en escena minimalista -producto del rigor al que obliga un presupuesto muy ajustado- termina revelándose el medio más eficaz para fijar las interconexiones alegóricas de un relato que llega hasta el presente a partir de un hecho fortuito que dará origen a la Guerras de Independencia y la Revolución de los Claveles. De todo lo que ocurre es testigo un cocodrilo (Dundee) que es al mismo tiempo símbolo de la eternidad metafórica y recordatorio perenne de una relación pecaminosa en cuya descripción Gomes introduce notas de su finísimo sentido del humor.
Tráiler de 'Las mil y una noches (2015)
No existe un patrón -mecánico, temático o narrativo- que nos permita automatizar la clasificación y etiquetado de una filmografía en proceso de metamorfosis permanente. El cine de Miguel Gomes se aleja de la planificación racional para fundarse sobre un abanico de experiencias, recuerdos e intuiciones muy diverso, lo que paradójicamente lo hace tan distinto y reconocible como el pálpito que produce el reencuentro con un viejo amor. Sus películas son entes orgánicos que respiran a través del encuadre y crecen a lo largo del proceso de montaje, con la adición de textos o fragmentos musicales que brotan de la manera más inesperada. No es extraño que con ocasión de Las mil y un años noches haya reformulado el concepto de las recopilaciones de cuentos medievales para tratar los efectos de la crisis sobre la sociedad portuguesa, porque sus películas, teñidas del anhelo por la infancia, la juventud o el tiempo perdidos, habitan en el tránsito entre la ficción, fantasía y realidad que es el principio de la tradición narrativa en la que se inserta para desarticularla.
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