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Alain Delon, en 'El silencio de un hombre'.
'El silencio de un hombre', más allá del cine negro

'El silencio de un hombre', más allá del cine negro

Ejercicio de estilo pero también juego formal y estético, el filme de Jean-Pierre Melville desnuda un territorio existencialista, renueva el género más forjado en estereotipos y se adentra en una impresionante puesta en escena

Guillermo Balbona

Jueves, 19 de enero 2017, 20:08

Es uno de esos iconos de lo solitario, de la máscara (persona), de la precisa mirada que logra voltear un género de manera revolucionaria para crear una obra de culto de enorme influencia en el tiempo. Samurái o soldado disciplinado de la muerte, el retrato que describe con extraña atmósfera empática e hipnótica El silencio de un hombre es una metáfora rotunda de la soledad. De ahí su universalidad y su permanente halo de complicidad, más allá de los códigos icónicos del cine negro.

Jean-Pierre Melville convierte la historia de un hermético y frío asesino a sueldo, ese Jeff Costello que Alain Delon perfila con implacable decisión y un dominio del espacio, los planos y la mirada, en un antihéroe que transmite una sucesión de pulsos dramáticos. Ejercicio de estilo pero también juego formal y estético, el filme desnuda un territorio existencialista, renueva el género más forjado en estereotipos y se adentra en una impresionante puesta en escena. Todo en El silencio de un hombre tiene algo de composición pictórica entre minimalista y abstracta que, sin embargo, produce una colisión contundente y eficaz con ese aire de desencanto, de desmayada soledad, de inevitabilidad del destino. Además de convertirse en exponente del polar, el policiaco francés, y en una obra referencial desde finales de los sesenta, la cinta de Melville deja rastros y huellas constantes, apreciables en filmes en el tiempo como 'Ronin' de Frankenheimer, el Jim Jarmusch de 'Ghost Dog', o la mas reciente 'Drive' de Nicolas Winding Refn que encumbró al estrellato a Ryan Gosling, hoy al borde del Oscar con 'La La land', 'The Killer' de John Woo, y o el Anton Corbijn de 'El Americano'.

Sobre una novela más bien desconocida de Joan McLeod, entre lo estilístico y la frialdad, el filme discurre silencioso, sinuoso, a veces amenazante, siempre con la sensación de generar una burbuja que habita al espectador como parte de ese mundo que describe. Una cinta atravesada por esa sentencia convertida hoy en guiño cinéfilo: "No existía soledad más terrible que la del samurái, salvo, tal vez, la del tigre en la selva". El hampa parisina, la traición, el acoso policial, el sacrificio, la redención, la vida metódica y disciplinada, construyen los motores narrativos, escenarios y decorados, siempre con París al fondo, de este muchas veces silente retrato de claroscuros y señas de identidad noir, entre barrios en decadencia y un melancólico paisaje urbano. Un hombre, el samurái, el encargado de matar que queda en evidencia, el solitario que vive con un pajarillo se aúnan en el dibujo que confluye en este taciturno entregado a una misión y a una vida marcada por una especie de profesional de la fatalidad. Elegante, hondo poema desgarrador, exento de algunos de los factores humanos y de estilo de la nouvelle vague, 'El silencio de un hombre' y Melville escapan de determinados encasillamientos.

El cineasta de 'El silencio del mar' y de 'El guardaespaldas', admirador del cine noir norteamericano de los años 30, construye en esta aventura interior de hombre y ciudad una composición lúcida donde el cine asoma por todos sus poros. Un festival de travellings, planos secuencia, rotundidad visual, planificaciones de escenas con una sobriedad y sutileza que enmarcan tanto los pasajes de soledad del asesino como la redención en el night club, o esa persecución en el metro de París...Todo como un mosaico depurado y fino que destila una extraña densidad. Entre lo enigmático y el desprendimiento, entre el sombrero y la gabardina, Alain Delon, acompañado por su entonces esposa Nathalie Delon y Cathy Rosier, logran que el filme se asiente en la fascinación, en un combinado de sensualidad y misterio. Del mismo modo que el contrapunto está asegurado con François Périer, que encarna al policía obsesionado con el asesino.

El polar libre de etiquetas, desnudo y sutil se adentra en las esencias de un cine tatuado en esa figura hierática, errante, que es en sí misma una sombra. Lo que aporta esta inmersión en la soledad y su ADN radica en su trascendencia, en su equilibrio trágico. Hay una sombría corriente que atraviesa la película, toda ella dotada de una sensación de invisibilidad a través de la cual el personaje de Costelo se postula como un espejo de la realidad. La criatura metódica, fría, inteligente es la llave de un cine que discurre entre la intriga, lo negro, lo policíaco, pero toda entreverado por el uso magnético de la luz, ese magma que impregna lo poético y lo riguroso, la pausa y la potencia visual. La obra de Melville se narra en la ficción a lo largo de un día y medio. Pero la intemporalidad que transmite nace del gusto por el detalle y la depuración de estilo al tiempo que la levedad del protagonista es también signo de un cierto misticismo asceta emocional.

Lo distante en este caso no supone alejamiento, otredad, sino una dimensión trágica de la vida que se adhiere a la pantalla con un vibrante y arrebatador golpe de lobo y hombre. En la selva de la soledad, a punto de saltar con el desgarro de un tigre herido.

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