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Seguir la sucesión de novedades de cualquier campo no equivale a conocer ni a aprender. Muy al contrario, la rápida sustitución de un concepto, producto o personaje por el siguiente a las vertiginosas velocidades actuales suele llevar a la más oscura de las ignorancias. Al ... cabo de una décima de segundo su luz en la pantalla ya ha sido sustituida por otra que morirá igual de rápido.
Para este año que empieza yo me he propuesto reducir mi exposición a esa sobreestimulación y profundizar en el conocimiento, lo que supone averiguar la naturaleza, la cualidad y las relaciones que se establecen entre las cosas. En nuestro universo de platos volantes y aeropuertos con mantel eso equivale a ponerme a cubierto cada vez que me bombardeen con rankings vacuos y artículos sobre tendencias.
Ya les he dicho varias veces que detesto la vinculación de la cocina con la moda y la superficialidad y con casi todo lo que rodea a ese movimiento esteticista y epidérmico que se ha autodenominado 'foodie'. Incluso me entristece que algunos colegas defiendan un día la importancia de conocer un producto originario de Corea, Japón o Perú y meses después los incluyan en la lista de modas que deberían desaparecer en 2019.
No piensen que me cierro a lo nuevo. Al contrario. Frente a la corriente 'milenarista' que ha prendido entre algunos cocineros y que defiende, con éstas u otras palabras, que la vanguardia y la creatividad han muerto y la cocina ya no puede avanzar más por esa vía, yo milito en el optimismo, en el papel determinante que en la sociedad del futuro va a seguir ocupando todo lo relacionado con la alimentación, la nutrición y la culinaria, también la creativa. Y, en concreto, en el rol transformador que algunos cocineros de la élite van a seguir teniendo.
Es cierto que hay caminos que se agotaron como las vetas de una mina y que cuando el propio Ferran Adrià (de vuelta a los escenarios en el Reale Seguros Madrid Fusión 2019 de los próximos 28, 29 y 30 de enero) decidió cerrar ElBulli lo hizo porque ya había extraído lo mollar en sus inquietudes cocineriles, pero hay muchas otras minas por descubrir o produciendo a pleno rendimiento en muchos rincones del mundo, inclusive en España.
La línea de trabajo de Ángel León, por citar solo la más visible, está aportando a la alimentación mundial productos como el plancton –y otros más relevantes que se irán conociendo en breve–, a la ciudadanía conciencia en defensa de los mares y la sostenibilidad del planeta y a los cocineros técnicas novedosas y productos hasta ahora desconocidos. El gaditano ofreció ayer mismo las primeras pistas sobre un procedimiento tan bello como innovador que revolucionará la cocción a la sal y que desvelará en el citado congreso madrileño.
En el mismo mensaje corto que acompañaba al vídeo-demostración ya anunciaba que «la técnica será para todos». Y eso es lo transformador: La determinación de seguir buscando y compartir los hallazgos, de mantener las bases de una cocina creativa construida no solo sobre la base de la máxima rentabilidad económica posible, sino también sobre rentabilidades de otra naturaleza para la sociedad y sus colegas. Ayer mismo, Quique Dacosta se comprometía en público y declaraba sus intenciones para el nuevo año: «Recorrer senderos. Abrir caminos. Abrir vías, nuevas rutas. Inspirar sueños». ¿Qué de todo eso está agotado?
Pero recojamos la idea del principio para llegar al final. Lo realmente trascendente no es la oposición de lo nuevo contra lo viejo, sino la de lo epidérmico contra lo mollar. Y tanto en lo uno como en lo otro se halla lo relevante y lo intrascendente. De las sendas que se abren como un amanecer y que serán realmente definitorias me interesan especialmente dos que iremos tratando en esta columna. La primera de ellas es la necesaria reconexión de la ciudad con el mundo rural y el salto que ha de producirse para que la inspiración teórica de los cocineros urbanos en el producto y el territorio trascienda y contemple con seriedad la realidad y los problemas de esos entornos despoblados.
Y, si me lo permiten, para que los colegas que cocinan en ellos consigan el peso específico que se merecen en la culinaria contemporánea del país. Que la colectividad reconozca el compromiso de los cocineros que trabajan dando vida y sentido a entornos tan bellos como rudos, a menudo hostiles para la palabra negocio.
La segunda, otro vagón de un mismo tren que viaja de la ciudad al campo, tiene que ver con la necesidad de que la viticultura española evolucione hacia el compromiso con el territorio y que se sintetiza magistralmente en una frase que escuché a Pitu Roca: el futuro está en pasar «de hacer vinos de fruta a hacer vinos de suelo». En ver cómo y cuándo se asume que la raíz (singularidad, tipicidad y todos esos atributos de los grandes vinos del mundo) está en la raíz (tierra, suelo, clima) y no en otra parte por más que parezca que por allí el camino es más corto.
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