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El homo sapiens ha sido un perfecto depredador omnívoro, que ha consumido desde siempre cualquier cosa comestible que ha podido conseguir dentro del amplio abanico ... de especies vegetales o animales que le ha ofrecido la naturaleza.
El hombre no tenía, ni tiene, muchos remilgos a la hora de comer las vísceras de los animales. En la historia tenemos el famoso 'garum' de los romanos, logrado tras la fermentación de vísceras y tripas de caballas u otros peces azules; también con peces tenemos las tripas de bacalao, que no deja de ser su vejiga natatoria.
No se han salvado las aves, así son muy apreciadas la sopa de menudillos o las mollejas de pollos y patos e, incluso, cuando aún se cazaban los pajaritos, algunos cazadores comían las tripas de gorriones o tordos, simplemente a la plancha.
Cuando hablamos de callos prácticamente nos estamos refiriendo siempre a los de ternera, pero existen también los de cordero o cerdo, y, aunque menos frecuentes, los de conejo, cabra, caballo u otros.
Todas estas vísceras han sido consideradas como las partes humildes y sencillas de los animales en contraposición a los más nobles como los solomillos y chuletas; sólo están por encima a menos precio, el corazón y los pulmones.
Gracias a la sabiduría gastronómica popular, estos platos clásicos, con los callos al frente, se han constituido en estos momentos como auténticas joyas culinarias, merecedora de ser servidas en los mejores restaurantes.
Y si volvemos los ojos hacia una gastronomía que cumpla los dos conceptos «de siempre y con raíces», nos encontramos con los callos. Viniendo al paso la frase de Gustave Payot: «Cuando más tendemos a una vida moral elevada, más debemos recordar que el espíritu tiene sus raíces en las vísceras».
Ya, en nuestro país, Juan Perucho en 'El libro de la cocina española' asegura que «es plato que han pasado de ser algo tabernario a tener una entidad considerable», e incluso denominó canalla a la cocina de este tipo, el inigualable Julio Camba, que también, en su célebre libro 'La Casa de Lúculo', afirmaba que el aroma de los callos y su picante, reflejaban el carácter y la historia del pueblo de Madrid.
Los encontramos en casi toda nuestra geografía nacional, con sus características propias según las regiones, unos acompañados de garbanzos como los andaluces o los gallegos, otros cortados en pequeños trozos como los asturianos, y sin detenerme en más elaboraciones regionales, quizá los más conocidos son los callos a la madrileña. Con diversos detalles en su elaboración, unos más picantes que otros, más o menos especiados, más o menos melosos, con distintos tipos de morcilla o sin ella, etcétera.
No podemos olvidar a nuestros callos a la montañesa, que tan excelentemente elaboraba el malogrado Nacho Basurto.
Recientemente he leído la receta de callos con almejas, o la receta de Hugo Muñoz, cántabro de ascendencia, que elabora en su estrellado restaurante madrileño Ugo Chan, las gyozas de callos a la madrileña con garbanzo frito.
Esta semana me he animado a escribiros sobre los callos, ante la conversación mantenida hace unas semanas con Enrique Martín, de Casa Enrique en Solares, local con cocina tradicional que borda la casquería. Y, ante mi queja que últimamente los callos que he comido en diversos restaurante he observado poco nivel y escaso sabor, me argumentó dos razones: una, el uso de demasiada química para su limpieza, y otra, que antes de sacrificar a las vacas, les retiran un tiempo su alimentación tradicional.
Al respecto de la segunda causa he leído posteriormente a Igor Cubillo, periodista, economista, miembro del jurado de La Callada por Respuesta o del Campeonato Nacional de Callos, que literalmente escribe: «La calidad del callo dependerá de la alimentación del animal. Mucho pasto dará buen callo, mientras que pasto y cereal dará un buen chuletero, con su grasa rica, sí, pero peores callos... O sea, que si la vaca da buenos chuleteros, cabe la posibilidad de que dé unos callos horribles».
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