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Siempre que soy consciente y me es posible suelo salir corriendo de los neologismos, sobre todo anglicismos, esos de novísimo cuño que no se adoptan ... por necesidad sino por una cuestión de presunta modernidad.
Me pongo la venda antes de la herida porque me viene a la cabeza uno de ellos y me tengo que justificar. Resulta que la gastronomía se ha terminado convirtiendo en lo que los modernos llaman 'mainstream' o, en español, corriente mayoritaria, un 'palabro' que usaban hace ya décadas los estudiosos de las ciencias sociales para designar a los pensamientos, gustos o preferencias dominantes en una sociedad.
En las últimas décadas del siglo XX se desarrolló este concepto por oposición para referirse a lo establecido frente a lo nuevo, así se llamara pop, underground, hippie, hipster… o cualquier otro movimiento contracultural.
Hay muchos sociólogos de todo el mundo que disfrutan como enanos estudiando los cambios que la gastronomía y las cosas del comercio y bebercio han provocado en las distintas sociedades.
Nuestra afición ha adquirido una centralidad social que no ha tenido en casi ningún momento de la historia y ahora está en la pomada y, por ende, en el centro del huracán. Interesa a todas las clases sociales y a todos los estratos de edad. Saber de comida o de vinos es tan imprescindible para poder tener vida social como en los años 70 era poder hablar de libros. Podríamos llegar a decir sin aventurarnos que la gastronomía es uno de los más claros productos de la sociedad global y postmoderna en la que vivimos.
Con sus luces y sus sombras, con su capacidad de mirar al mundo como uno solo porque los aviones pueden costar lo mismo que los taxis, y con su superficialidad, postureo y su nuevo 'star system' de famosos.
En Occidente estamos viviendo los últimos estertores de la generación de la abundancia y la diversidad. No nos es ajeno ni el washabi ni el famoso kimchi y podemos salir a cenar, cada uno con su nivel y exigencia, sin pensar en si el exceso nos dejará dinero suficiente para poder comer mañana.
En la última semana se han hecho en el mundo más fotografías de platos que desde que ésta se inventó, pronto hará 200 años. Vivimos declinando apellidos para la comida –sostenible, ecológica, macrobiótica, etc…– probablemente en el momento de la historia en el que menos tiempo se dedica a cocinar en las casas, en la era de la comida transformada, lista para ser engullida, productos que como nos enseñó Michael Pollan, en puridad, no deberíamos llamar alimentos. Cuanto menos cocinamos y más producto industrial comemos más «nos deshumanizamos, envenenamos y embrutecemos».
El modelo del cocinero-autor-propietario que nos legó la 'nouvelle-cuisine' ha fermentado al albur de la revolución tecnológica y de su efecto sobre la comunicación digital, pasando por la TV, todavía puro 'mainstream'. Las estrellas del rock perdieron su posición en el Olimpo y ahora son varios los cocineros que compiten al nivel que ellos lo hacían hace 30 años.
Los estudios sobre ciudades, como el de Caterwing, dicen que entre las diez ciudades más gastro-cool del mundo hay tres españolas (San Sebastián, Barcelona y Madrid) con Donostia como campeona.
Pero que la calidad de la comida solo es lo más importante para el 37% de los europeos que salen a cenar, mientras que el precio lo es para el 60%. La mayoría visita restaurantes para socializarse por lo que resulta más rentable para muchos empresarios invertir en decoración que en producto.
En el otro extremo, rechazamos mayoritariamente el uso de antibióticos y hormonas en los alimentos y hemos reducido en un año el 6,3% del consumo de azúcar. Mientras el péndulo no deja de bascular de un extremo al otro, ese país llamado España en el que surgió la última gran revolución de la cocina occidental ocupa (en 2015) el puesto número 20 en el ranking de población que sale alguna vez a cenar, con un 64% frente al 80%, de los polacos.
Cada año 50.000 jóvenes se forman en las escuelas de hostelería y se enfrentan a un mundo en el que pueden ser dioses pero en el que a diferencia del fútbol, los grandes cocineros siguen en activo pasados los 70 años.
La alta cocina española sigue en la élite mundial, pero no ha conseguido colocar un solo producto o receta en la lista de los 20 más demandados del mundo, liderado por los italianos.
La tapa, ese formato informal tan identitario, ha sido asumida sin reconocimiento de origen por muchos otros países. El Gobierno y sus ansias de protección llegan tarde, demasiado tarde.
Hay muchas hojas que quitar a esta gran alcachofa colectiva llamada gastronomía si queremos disfrutar de las bondades de su tierno y sabroso corazón, pero se me acaba el comino. Nos vemos el sábado.
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Ana del Castillo
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