Yo soy yo y mis manías
UN COMINO ·
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Con todo el respeto a don José Ortega y Gasset le voy a remedar aquella famosa frase suya que decía «Yo soy yo y mis circunstancias». Para esta columna nos encaja mejor si la 'tuneamos' un poco y la dejamos tal que así: «Yo soy ... yo y mis manías». Porque este artículo va de manías y de humor con un poco de acidez para que no canse. Ya llevábamos demasiadas serias y para las fechas a las que nos lleva el río de la vida mejor una sonrisa que una mueca. Yo les cuento algunas de las mías.
Comí el lunes en un asador en los alrededores de Bilbao una muy buena chuleta. Su recuerdo podría haber sido inconmensurable. Mejor que la mitad de las que compitieron en el último Campeonato Nacional de Parrilla, de cuyo jurado formé parte. Sin embargo, siempre la recordaré por el olor a grasa quemada de mi abrigo, colgado a cuatro metros de la mesa, y de todas las ropas que llevaba puestas, todas. Como para decir en casa que había estado en misa. El olor a incienso de un monaguillo es mucho más suave que el que nos llevamos del asador citado. ¿Qué aportan las ascuas o la piedra candente, como en este caso, que no pueda ofrecer un plato templado? Solo se me ocurre un motivo sentimental o de 'atrezzo' ruralista. No se va a quedar fría si se saca la cantidad correcta para el número de comensales adecuado con hambre suficiente.
Parece que el futuro de tantas cosas va a ser la inteligencia artificial. Debe ser porque la normal no funciona como debería. Y mira que hay veces que no pareciera necesaria la de Einstein para resolver los problemas. Les hablo de las raciones que pocas veces permiten ser repartidas con un mínimo de lógica. Mesa de seis personas y ración de cinco croquetas. O de cuatro anchoas doble cero para cinco. Es que sale así de cocina, es que está muy ajustado el precio al escandallo y no hay margen. Lo entiendo en un restaurante de cadena con precios bajos y procedimientos rígidos, pero yo les hablo de restaurantes con aspiraciones, con jefe de sala, segundas marcas de cocineros bi-estrellados. Mira que se puede poner una croquetilla más y ganarse al público. O comentar que es necesaria una ración y media para que les lleguen a dos por barba, lo que sea, menos crear un problema en la mesa para ver cómo se reparte aquello sin quedar mal entre los comensales.
Seguro les ha tocado alguna. A mí me pasa a menudo, supongo que por mi curiosidad a la hora de buscar algún trébol de cuatro hojas. Una añada especial que aparece a precio bajo o alguna referencia que se sale del sota, caballo y rey y te alegra la cena antes de empezar. Pedir la botella con toda la ilusión del mundo y al cabo de dos minutos volver el camarero y decir que ha cambiado la añada –pero no el precio– o, peor aún, que se les ha terminado. Me ha llegado a pasar en un restaurante de altos vuelos hasta con tres referencias. Las tres agotadas. Nada de excelsos recuerdos de coleccionista, no se crean, vino de ese que el proveedor te repone en 24 horas. ¿Se acuerdan de cuando, al no tener impresoras en el restaurante, a la carta de vino se le ponía a lápiz una cruz en el producto que se había agotado o el año correspondiente si había cambio de añada? Qué noble y qué sencillo.
De este tema ya me han oído hablar muchas veces. Aquí yo sería implacable. Decreto Ley. No digo ya el 50x50 centímetros como medida mínima, que es la que a mí me gustaría, pero sí una servilleta que proteja lo suficiente para comerse unos caracoles, unos callos o un bacalao Ranero, que te haga sentirte seguro en la mesa. Se gastan cientos de miles de euros en decoración y luego ponen una servilleta como para una lady que toma el té. Ya propuse hace tiempo –y el restaurante madrileño Tres por Cuatro me compró la idea– que si la casa es modesta y la lavandería hace inviable el menú a ese precio, se ofrezca como un extra. Póngame una servilleta como Dios manda y me la cobra. Ahí van. Dos euritos más y todos felices.
A veces se les ve llegar y otras no. Me refiero a los camareros 'quetalistas', los que cada vez que el comensal se acaba un plato, o antes, preguntan «¿Qué tal? ¿Qué tal?». El cliente medio trata de ser comedido y amable y siempre dice «muy rico». A menudo miente como bellaco para evitarse el trago de decirle que la carne está pasada o el aceite de la fritura es de los tiempos de Cleopatra. La cosa se complica aún más cuando algún comensal comete un 'sincericidio' y le dice la verdad: «Es una porquería de menestra». Ay qué pena. Pues nadie nos ha dicho nunca nada. Mi sugerencia es que dejen fluir la espontaneidad. Si algo les ha gustado mucho o nada ya se lo dirán, descuide.
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