No quiero comida bonita, quiero comida sabrosa
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Fresas en Álbora
El lunes pasado descubrí en la barra de Álbora –una de esas direcciones a las que acudir si se quiere picar algo de calidad y gustoso sabiendo que no vas a fallar nunca–, unas de las mejores fresas que he comido desde ... hace mucho tiempo. Las frutas en cuestión, a caballo entre las fresas normales y las silvestres según me pareció, eran pequeñitas, estaban llenas de sabor y tenían ese contraste dulce-ácido tan adictivo que sólo apetecía comer más y más. Preguntando nos comentaron que se cultivan en Madrid, concretamente en los viveros Monjarama de San Sebastián de los Reyes y aunque las venden en cajas también cada uno puede ir a recolectar las suyas y se las cobrarán a un precio más barato, ¡qué gran idea! La fresa es una especie que casi no se ve en las fruterías y es que poco a poco ha sido conquistada por su primo el fresón, una fruta preciosa para lucir en los lineales pero que se ha desnaturalizado hasta tal extremo que ya carece de ningún sabor. ¿Qué ha pasado? Para empezar que nuestra desvinculación del campo ha hecho que se produzca un rechazo generalizado por todo lo que no es bonito y buscando la perfección estética se han hibridado y modificado genéticamente las especies para lograr siempre una apariencia perfecta. Del mismo modo ha sucedido para que las producciones sean más intensivas, el tiempo de su temporada aumente y su resistencia también. Y así, felices de nuestros boyantes fresones, nos los comemos insípidos teniendo que aliñarlos o procesarlos para que sepan a algo cuando en realidad lo que deberíamos hacer es apoyar iniciativas como la de Monjarama. Pero no sólo comimos fresas en Álbora, sino que fue únicamente el postre de un aperitivo que se convirtió en comida por lo cómodos que estábamos y es que después de un plato de jamón y coppa Joselito todo puede ir bien. Me sorprendieron gratamente los tacos de abanico escabechados por su frescor y sabor, las croquetas de jamón son un fijo de la casa, los daditos de buena merluza ejemplarmente rebozada no fallan y la tortilla de puerro y bacalao, jugosa, pide repetir.
El Molino de Alcuneza
A un poco más de una hora de Madrid, queriéndonos escapar del tórrido verano capitalino, se encuentra Sigüenza, ese precioso pueblito que puede ser una escapada perfecta para refrescarse y resetear. En este municipio de Guadalajara se encuentra El Molino de Alcuneza, un idílico Relais Chateaux donde pregonan el lema de «el lujo de la tranquilidad» para que todo aquel que lo tome como destino, o como parada en el camino, sepa que es un oasis de paz en el que todo está cuidado al detalle. El hotel, de 17 habitaciones, cuenta con un SPA privado, gimnasio, una preciosa piscina y todos esos detalles especiales que hacen que sea un sitio para recordar aunque el miércoles sólo disfruté de su restaurante, recientemente galardonado con una estrella Michelin. Samuel –propietario del Molino junto a su hermana Blanca y sus padres– es el encargado de una cocina desde la que salen a diario panes y bollería casera (para los desayunos), la carta y también un menú degustación que varía según la temporada y que ahora en verano cuenta con platos para el recuerdo como su versión de fideuá con los fideos crujientes, un guiso de manitas y carabinero o esa delicada y elegante sardina «al espeto» con salmorejo de remolacha. Como apunte, reduciría los toques dulces de todos los snacks del principio pues comenzar con tanto nivel de azúcar puede saturar al comensal y no dejaría de ofrecer nunca tanto el maravilloso torrezno como la croqueta, ¡qué ricos! En el menú hay también una refrescante ostra con pepino, un guiño al clásico melón con jamón pero sustituyendo éste por ventresca de atún (casi más un prepostre que un aperitivo, de nuevo) y un bonísimo pichón relleno de fuagrás y un guiso de trigo que se baña con el potente jugo del ave denotando que hay madera de guiso. Una dirección para apuntar y hacerse una escapada, la mía de otoño/invierno para la cocina de frío será segura.
Panadería de autor
¿Conocen el Babka? Esta masa de bollería muy típica del este de Europa, y sobretodo de la tradición judía, es una aproximación al brioche pero relleno de fruta o chocolate, como es el caso del que probé el viernes pasado en Ciento Treinta Grados, una panadería de autor que lleva una corta andadura en Madrid pero que todo lo que prepara es una delicia, especialmente su babka. Pero también hacen panes, tienen café de especialidad y su repostería es casera y delicada con masas sablé de buena mantequilla y rellenos de perfecta factura pastelera. El desayuno o la merienda están servidos.
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