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Hay quienes dicen que cocinar un huevo es lo más sencillo del mundo, pero cualquiera que haya intentado hacer un huevo escalfado sin acabar con un revoltijo de claras flotando sabe que no es tan fácil como parece. Y es que detrás de un huevo 'perfecto' hay toda una ciencia de temperaturas, tiempos y técnica que, una vez dominada, cambia la forma en que se disfruta este ingrediente tan humilde como imprescindible.
El primer problema lo tenemos con los términos, huevo escalfado o huevo poché, que realmente son exactamente lo mismo 'Poché' es el término francés para el clásico huevo escalfado. Se trata de cocinar el huevo en agua caliente, sin cáscara, hasta que la clara queda cuajada pero la yema sigue líquida. Y para lograrlo sin que el resultado sea un desastre, hay algunos trucos que marcan la diferencia.
Lo primero, el agua no debe hervir a borbotones, solo debe estar caliente, alrededor de los 85-90°C. Si tenéis un termómetro eso ayuda un montón. Un chorrito de vinagre también ayuda a que la clara se compacte y no se disperse en el agua; y el clásico truco del remolino, que no es más que remover el agua antes de echar el huevo, ayuda a que la clara se envuelva mejor alrededor de la yema. Unos tres minutos y medio de cocción y listo, huevo escalfado perfecto.
Pero si hablamos del huevo perfecto hay que mencionar la cocción a baja temperatura. Ya se que no todo el mundo puede acceder a ello, pero es el método de los restaurantes de alta cocina, y la razón por la que un huevo servido en un buen restaurante tiene una textura imposible de replicar en casa sin un poco de técnica. Se trata de cocinar el huevo con su cáscara en agua a una temperatura constante de unos 63-65°C durante 45 minutos. Claro, el resultado es increíble, es un huevo cremoso, con la clara apenas cuajada y la yema densa y sedosa. Si no tenemos un roner o una máquina de 'sous vide' en casa, se puede lograr algo similar con un control preciso del fuego y mucha paciencia, ¡pero vamos que mucha paciencia!
No se puede hablar de huevos sin mencionar otra técnica clásica, el huevo mollet, que es ese punto intermedio entre un huevo cocido y uno pasado por agua. Para conseguirlo se cocina con cáscara en agua hirviendo entre cinco y seis minutos y luego se enfría rápidamente en agua con hielo para detener la cocción. La clara queda cuajada pero la yema sigue cremosa, perfecta para partir y dejar que se derrame sobre una ensalada, unas verduras asadas o una tostada con jamón, algo que puede hacer perder la cabeza a más de uno.
Luego está la técnica más sencilla y rápida, el huevo frito, y aunque pueda parecer la opción más fácil, conseguir un huevo frito con puntilla y una yema líquida requiere cierta destreza, pero es el súmmum de lo delicioso. Lo ideal es usar aceite bien caliente y cascar el huevo con suavidad, dejando que la clara burbujee sin quemarse.
Pero para mí, si hay una receta que eleva el huevo escalfado a la categoría de plato estrella, esa es la de los huevos benedictinos, y en lugar de la versión clásica con jamón y salsa holandesa, a mí me gustan sobre una tostada crujiente de pan de maíz con aguacate y salmón ahumado. Machacamos un aguacate maduro con un poco de limón y sal, lo extendemos sobre la tostada, colocamos una loncha de salmón ahumado arriba, un huevo escalfado perfecto encima que al romperse deja caer la yema cremosa sobre el resto de ingredientes, y rematamos con una pizca de pimienta negra, la salsa holandesa y un poco de cebollino fresco picado. A mí me gusta añadirle un chorrito de aceite de oliva por encima y listo... Una tosta sencilla, pero impecable, donde cada elemento juega su papel para conseguir un desayuno o brunch de otro nivel.
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