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Hay recetas que se escriben y recetas que se heredan, pero algunas de las más especiales son las que nunca se apuntan, son las que ... transmiten de boca en boca, con indicaciones que dependen más de la intuición que de la precisión, recetas de la familia, de abuelas a hijos y de éstos a nietos.
Platos que parecen sencillos en apariencia, pero que esconden siglos de tradición y matices imposibles de replicar exactamente, como la cantidad de un ingrediente, el punto de cocción, el momento exacto para remover o dejar reposar..., todo se transmite con gestos y frases como «cuando veas que está dorado», «échale el agua justa», «pruébalo hasta que te parezca bien»...
Todo es cuestión de ojo, de práctica y de hacerlas una y otra vez, pero sobre todo de ver cómo las hacen las personas que saben elaborarlas.
Y todo esto no se escribe, no queda plasmado nada más que en la memoria de los que tienen el interés suficiente como para ponerse al lado de los que saben y tomar ese testigo.
Cada familia tiene su receta estrella, aquella que solo se hace en casa y en ningún otro sitio igual. Puede ser una salsa, un guiso o un postre, incluso una tortilla de patata..., y digo esto porque siempre es única a pesar de llevar los mismos ingredientes.
No hay dos iguales, aunque las hagamos de la misma manera...; no hay dos iguales, aunque se hagan a la par haciendo exactamente lo mismo...; no hay dos iguales, por mucho que lo intentemos.
Son los platos que no necesitan medidas exactas porque se hacen con instinto..., ahí está la magia, nunca saldrán exactamente iguales, pero siempre sabrán a hogar.
La tortilla de patata no es solo una receta, es una declaración de intenciones, es el fiel reflejo de una mano que mueve la sartén, del ojo que decide cuándo dar la vuelta, del pulso que mantiene el punto exacto de cuajado.
Hay quien la deja dorada y bien hecha, otros que la prefieren casi líquida por dentro, pero en cada hogar se guarda el secreto de «la mejor tortilla del mundo», la que solo se hace ahí y en ningún otro sitio.
Estas recetas que no se escriben son las que nos enseñaron a base de ver y hacer, las que, si intentamos plasmarlas en un papel, nos damos cuenta de que faltan tiempos, cantidades exactas y detalles imposibles de medir. Porque una tortilla no se hace con medidas, se hace con instinto, ahí está la magia –insisto con convencimiento–, en que, con los mismos ingredientes, nunca hay dos tortillas iguales.
Al final, perder estas recetas sería como olvidarnos de las historias que vienen con ellas, porque un buen guiso no es solo una mezcla de ingredientes, es el recuerdo de quién nos enseñó a hacerlo, de los domingos en familia, de ese olor inconfundible que llenaba la cocina.
Si dejamos que se pierdan estaremos renunciando a una parte de nuestra historia, y la historia, como la buena cocina, se saborea mejor cuando se mantiene viva.
Así que venga, cazuela al fuego y a seguir el legado, que no se pierdan las recetas que no se escriben. Y para ello recomiendo cocinar el mayor número de veces posible junto a nuestras madres, abuelas, padres o familiares cercanos que siempre nos han dado de comer rico.
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Ana del Castillo
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