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Salas y almas (Y 2)
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Atrás quedaron los tiempos en los que el puesto más importante era el del metreA la atención en la sala en este país respecto a la cocina le pasa como al vino blanco respecto al tinto, que la calidad media todavía está por debajo. Hay excepciones destacadísimas y trayectorias dignas de alabanza, pero, en general, todavía puntuamos de modo insuficiente. El oficio de camarero es uno de los más multitudinarios, con más de un millón de empleos y cerca del 10% de la afiliación total a la Seguridad Social. Si algún experto de Júpiter o Marte se pusiera a revisar las estadísticas acabaría concluyendo que el español medio que trabaja es un camarero. Sin embargo, no parece que colectivamente nos lo estemos tomando suficientemente en serio. No solo porque la más floreciente industria nacional, que no es otra que la atención a los 82 millones de turistas que vinieron en 2017, así lo demande, sino porque aquí también vivimos otros 46 millones de personas que consumimos cada vez más en nuestra hostelería.
La semana pasada contamos aquí el caso de un restaurante abierto hace unos meses en una de las millas de oro madrileñas tras una inversión millonaria en el que la atención y profesionalidad en sala no estaban a la altura y no por falta de personal. Por los mensajes y comentarios recibidos a lo largo de estos días aquel desastre parece que no fue una excepción. El dinero puede arreglarlo casi todo, eso no es discutible, y seguro que mejores salarios ayudarían a aliviar los problemas, pero no pensemos que ese es el único. Hay otros factores muy determinantes como la actitud ante el trabajo que se desempeña y la valoración social del mismo que también contribuyen.
Una parte no menor del problema radica en que hemos convertido el de camarero en un oficio de paso. La intensidad de un trabajo que se desarrolla con el horario y el calendario a contracorriente y las cortas remuneraciones post-crisis no favorecen que se llegue a la madurez sirviendo mesas. En muchos casos se ha convertido en un trabajo temporal para jóvenes hasta que encuentran uno mejor. Cada vez son más escasos los restaurantes y bares con camareros que peinan canas, que se saben el oficio de carretilla y no pierden el resuello ni la atención a los detalles en un local repleto en sábado por la noche. Aquel ejército de chaquetillas que tenía más horas de vuelo que un Túpolev está en vías de extinción por jubilación. Apenas en unos pocos restaurantes de la élite, como el Celler de Can Roca o Azurmendi, se consiguen condiciones laborales que compitan con las de otros sectores.
No solo es un trabajo sacrificado sino además poco valorado. Atrás quedaron los tiempos en el que el puesto más importante de un restaurante era el del metre, la persona que conocía a la clientela y sus gustos y tenía una visión más completa de todo lo que ocurría en el restaurante, de la experiencia, dirían ahora. En la cocina, a menudo oscura y ajena a las comodidades del comedor, trabajaba una legión de artesanos a las órdenes de aquel jefe de pista que no se vestía de blanco y que, a menudo proponía cambios en la carta cuando no el planteamiento gastronómico completo. El batallón del comedor terminaba muchos platos en la sala, sabía trinchar aves y pescados con la soltura de un tirador de esgrima y elaborar casi todos los fríos, entre ellos el steak tartare ya famoso hace 150 años.
Pero hete que triunfó la 'nouvelle cuisine' en el país vecino y con ella se extendió la figura del cocinero autor y propietario, del nuevo líder del restaurante que acabó por ser alabado como una estrella de la ópera y que ha atraído hacia sí la práctica totalidad del foco que el sector ha ganado en las últimas décadas. El oficio de cocinero ha ganado en honorabilidad dado el reconocimiento social que se les dispensa, pero no ha ocurrido lo mismo con el resto de profesionales que completan la experiencia del cliente, en muchos casos en una medida tan alta si no superior a la de la propia cocina.
Y esa es, probablemente, la mayor asignatura pendiente de una cocina puntera como lo es la española. Es cierto que se están dando pasos importantes. Los chefs no olvidan a sus compañeros de sala, los metres vuelven a publicar libros y la élite del servicio empieza a tener sueldos acordes a la responsabilidad y profesionalidad de su empleo.
Surgen premios que tratan de darles visibilidad y la especialización, sobre todo en el campo del vino, con la extensión del oficio del sumiller, está contribuyendo sobremanera que mejore la mirada hacia ellos. Aún queda mucho trecho, sin embargo, para que, al igual que en muchas culturas orientales, asumamos el servicio casi como un arte. Gracias a todos los que trabajan para hacernos felices.
PD: El uso del vino en la cocina es más antiguo que los poyos de piedra, pero últimamente me ha sorprendido su uso en crudo en algunos platos. El sabor del varietal y el propio alcohol que no recibe calor transforman la salsa en algo realmente singular. Les cuento en breve.
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Ana del Castillo
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