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Un comino ·
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Un comino ·
No es que pensara que yo por mis manías fuera una 'rara avis' en esta pasión del restaurantismo, pero tengo que reconocer que me ha sorprendido tanta empatía con mi sufrimiento. Pocas veces un Comino ha generado tanta respuesta de ánimo y de solidaridad como ... el de la semana pasada. Por lo que estoy comprobando, si se estudian con detalle las manías de casi todo el mundo superan el estadio de caprichos para mostrarse, en su mayoría, como reclamaciones virtuosas y compartidas por buena parte de la tribu que formamos los gastrónomos y gastrósofos. Si los de la Guerra de las Galaxias se pueden hacer media docena de películas no veo por qué no vamos a poder hacernos otro Comino y completamos este juego que puede ser tan útil para los restaurantes.
De los creadores de «raciones inflexibles que no tienen en cuenta el número de comensales» tenemos también la de los restaurantes que no reservan mesas para una persona, como si comer en solitario, uno de los grandes placeres de la mesa, fuera denigrante para su local y los que lo practicamos auténticos desviados. Éstos van en aumento. También hay casas que no son tan rotundas y ofrecen alguna mesa pseudoclandestina donde atender a esa pobre gente, de la que hay que desconfiar porque o bien son excéntricos o quizás inspectores de la guía. El amigo René Redzepi no acepta reservas para mesas con un número impar de comensales en el Noma. Ni uno, ni tres, ni cinco. Así que olvídense de convidar a la suegra a Copenhague. Le sobran comensales y quiere aprovechar al máximo la capacidad del local. La libertad culinaria va empaquetada en una rigidez formal que no es muy comprensiva con el comensal y sus deseos. Lo peor es que parece haber creado escuela. En el nombre del modelo de negocio se toman decisiones que atentan, al menos a medio plazo, contra la esencia del concepto del restaurante, eso de servir y hacer feliz al comensal.
Los asiduos a los restaurantes gastronómicos con niños pequeños saben de qué les hablo. No son pocos los lugares en los que la voz del jefe de sala se debilita un poco o carraspea levemente cuando se le informa de que somos dos adultos y un niño pequeño con un carrito. Lío a la vista. El tan buscando ambiente hecho trizas por los presumibles gritos o lloros y seguro algún cliente quejándose por tener semejante compañía en la mesa de al lado. Con lo bien que se lo pasan en las hamburgueserías o en los italianos. Qué manía con llevarlos a las casas finas. Hay niños que aún no están listos y otros que nunca lo estarán, casi siempre en paralelismo con lo que ocurre con sus padres, pero hay otros que se comportan, comen muchas más cosas que pasta y pollo y si el almuerzo se alarga despliegan sus cuadernos y pintan sin armar bulla. Incluso comen lengua de ternera en salsa después de un helado sin ningún problema. He visto a varios grandes cocineros emocionados al ver la cara de felicidad y la sonrisa sucia de salsa en la cara de mi hija. ¿Cómo se formarán si no los gastrónomos del futuro?
Apostaron por seguir la moda de las mesas sin mantel, pero así, totalmente desvestidas, les debían parecer obscenas porque terminaron cubriéndolas en parte con petachitos, como aquellos parches de la censura, también llamados manteles individuales, casi siempre de algún material plástico. Sobre el mismo pedacito come a diario una legión de clientes. Un pañito o, si hay mucha suerte, un chorrete de limpiador, dejan listo el artefacto para el siguiente. Yo no sé cómo Sanidad, con todo lo que se divierte dejando títeres sin cabeza, no se ha puesto a analizarlos. Seguro en algunos hay una biodiversidad microbiana a la altura del Serengeti, por no hablar del mal gusto. Lo peor es cuando se combina con la manía 3, servilletas de Liliput. Me matan.
Cada vez que alguien pronuncia la frasecita me aprieto los machos o me echo a temblar. Casi todo el mundo que usa la expresión trata de justificar con ella que la comida no es lo esencial en ese restaurante sino todo lo que está fuera del plato: la decoración, la música, la compañía o el tipo de gente que frecuenta la casa. A veces guardo silencio y evito una discusión de varios minutos que no nos va a llevar a ningún sitio interesante, pero otras no me puedo contener y le espeto aquello de que la experiencia, para mí, es otra cosa. Es sentir unos cardos en la boca casi cocrantes, la gelatinosidad manjarosa de unos morros de ternera, la jugosidad de un esqueleto de zorzal bien guisado o el aroma de un viejo Borgoña. No es que no me gusten las lámparas o las buenas sillas, pero con el plato pasa como con el libro, se los minusvalora. Su aspecto no augura ni remotamente las grandes aventuras que uno puede llegar a vivir si se adentra en su interior.
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